C A P Í T U L O 5
La noticia de que Gordon Hinckley había sido llamado a la Gran Bretaña provocó gran conmoción en el Barrio 1. El servir una misión no era tema acostumbrado de conversación en la mayoría de los hogares de la Iglesia.
Las misiones costaban dinero y en su mayoría las familias se consideraban afortunadas con sólo mantener un techo sobre sí. Muy pocos hombres y mujeres jóvenes estaban dispuestos y se creían capaces de aceptar un llamamiento misional. Gordon Hinckley era uno de solamente 525 misioneros que habrían de ser llamados ese año a servir en las 31 misiones existentes. Para mayor complicación, vivir en Inglaterra era excesivamente caro, costando en esos días el equivalente aproximado a $500 por mes en dólares del año1990.
Para entonces, Gordon y Marjorie Pay, la jovencita que vivía enfrente de su casa a quien había estado cortejando, estaban cada vez más interesados entre sí. Ella quería que él sirviera en una misión, pero a medida que se acercaba la fecha de su partida, sentía más y más cuánto extrañaría a aquel joven a quien consideraba su mejor amigo y confidente. Ella tendría casi veinticuatro años de edad cuando él regresara. ¿Estaría aún soltera? ¿Y cómo se sentirá entonces él con respecto a ella? No era posible saber lo que el futuro habría de depararles.
En junio de 1933, el élder Hinckley fue a la Casa de la Misión en Salt Lake City. Durante la semana en que permaneció allí, fue apartado como misionero regular por el élder George Albert Smith. Junto con sus colegas misioneros, recibió también instrucciones de varias Autoridades Generales, entre ellas del élder David O. McKay, quien pidió a cada élder y hermana que escribieran un comentario sobre lo que significaba para ellos ser misioneros.
Así lo hizo el élder Hinckley y un par de días después se le pidió que fuera a la oficina del élder McKay. Al presentarse ante el apóstol, vio que sobre el escritorio estaba su comentario. El élder McKay lo felicitó tanto por el estilo como por el contenido de su escrito y agregó que era el mejor que había leído jamás. Quería asimismo saber si le permitiría referirse alguna vez al mismo. Gordon se sintió muy sorprendido y también complacido.
Sin embargo, al prepararse días más tarde a tomar el tren en la estación de Union Pacific en Salt Lake City, experimentó cierta inseguridad y aun temor por lo que le esperaba. Su padre, quien debe haber presentido las preocupaciones de su hijo, le entregó una tarjeta en la que había escrito las cuatro palabras de Jesús que se encuentran en Marcos 5:36: "No temas, cree solamente".
Entonces, al cabo de una rápida pero cálida despedida de sus familiares y amigos, inclusive Marjorie-quien había ido a saludar a su mejor amigo sabiendo que no existía compromiso alguno entre ellos-se fue. "Aunque yo anhelaba que sirviera en una misión", dijo Marjorie tiempo después, "nunca olvidaré cuán vacía y sola me sentí al ver el tren alejarse de la estación".
Gordon y sus compañeros de viaje habían comprado boletos de segunda clase en ese tren que se dirigía a Chicago (Illinois), donde se estaba llevando a cabo la Feria Mundial de 1933. Pasó un día en Chicago, fascinado por la ciudad más grande que jamás había visto, y asistió a la feria. Le impresionó sobremanera el tema futurista de la exposición y las imaginativas creaciones que mostraba. También disfrutó de la exhibición presentada por la Iglesia. Al día siguiente tomó el tren a Nueva York y se embarcó en el S. S. Manhattan para la travesía oceánica de una semana. Fue en altamar que cumplió sus veintitrés años de edad.
Durante el viaje, el élder Hinckley sacó la bendición patriarcal que había recibido a la edad de once años y que desde entonces no había leído con mucha frecuencia. "Alcanzarás tu cabal estatura de madurez y llegarás a ser un fuerte y valiente líder en medio de Israel", le había prometido el patriarca Thomas E. Callister. "Disfrutarás del Santo Sacerdocio y lo administrarás en medio de Israel sólo como aquellos que son llamados de Dios pueden hacerlo. Serás siempre un mensajero de paz; las naciones de la tierra escucharán tu voz y serán llevadas al conocimiento de la verdad mediante el maravilloso testimonio que habrás de manifestar". -Quizás esa misión en Inglaterra llegaría a cumplir al menos una parte de su bendición.
Al cabo de casi una semana en el mar, el Manhattan arribó en horas de la medianoche al puerto de Cobb, cerca de Cork, en Irlanda. Al contemplar el muelle, el élder Hinckley escuchó a un tenor irlandés que a pleno pulmón cantaba "Danny Boy ", la cual para siempre jamás habría de ser una de sus canciones predilectas.
Su permanencia en Irlanda, sin embargo, fue breve y el barco zarpó nuevamente hacia Plymouth, Inglaterra, donde ancló el martes 27 de junio de 1933. 'Siendo que no allí nadie les esperaba, el élder Hinckley y sus dos compañeros de viaje tomaron el ferry desde Plymouth a Londres, llegando a la Estación Paddington a eso de la medianoche. Otra vez, nadie les esperaba allí y se encontraron solos, en plena noche, en una de las ciudades más grandes del mundo.
Contando con escasos recursos, alquilaron un cuarto en un hotel cercano. A la mañana siguiente, llevando en sus manos la dirección de la casa misional-33 Tavistock Square, Londres WC1-comenzaron a andar. Tiempo más tarde, durante su misión, después que el élder Hinckley hubo residido en Londres por casi diecinueve meses, no podía imaginar cómo pudieron orientarse aquel día en esa intimidante metrópolis inglesa.
No obstante esa inhospitalaria introducción a Inglaterra y su ciudad capital, el trío llegó ileso a la casa de la misión. El élder Hinckley había sido llamado a servir en la Misión Europea, entonces bajo la dirección del presidente John A. Widtsoe, pero el presidente Widtsoe se encontraba de viaje por el continente europeo y le había pedido al presidente James H. Douglas, de la Misión Británica, que pusiera a trabajar de inmediato al nuevo misionero. El élder Hinckley fue asignado sin demora a la llamada Conferencia Liverpool, con oficinas en Preston, a unos 320 kilómetros al norte. Los dos compañeros con quienes había viajado a Inglaterra permanecieron en Londres.
Así fue que Gordon debió viajar sin compañía y al tomar el tren hacia Preston se sintió terriblemente solo. Todo era nuevo y extraño para él. Su breve acogida en la casa de la misión no le había resultado alentadora ni placentera. No le era difícil preguntarse en qué enredo se había metido.
Al bajar a la plataforma de la estación en Preston, el élder Hinckley vio al élder Kent Bramwell, un joven de Ogden, Utah, quien lo estaba esperando. El élder Bramwell no tenía intención alguna de capacitar gradualmente a su nuevo compañero, así que le informó que tenían que llevar a cabo una reunión callejera esa misma noche. La sola idea de predicar a transeúntes desinteresados fue muy desalentadora y de inmediato el élder Hinckley le respondió: "Yo no soy la persona indicada para ello". Pero el élder Bramwell estaba determinado y unas pocas horas después los dos misioneros se dirigieron a la plaza central y comenzaron a cantar. Poco a poco, algunas personas fueron agrupándose y los misioneros les enseñaron y expresaron su testimonio. "Yo estaba aterrorizado", confesó después el élder Hinckley. "Subí a una pequeña plataforma, contemplé a esa multitud y me pregunté qué estaba yo haciendo allí".
Según la providencia del Señor, Gordon había sido enviado al área en que Heber C. Kimball y sus colegas del Quórum de los Doce Apóstoles habían bautizado a miles de personas casi un siglo antes. Esa primera noche en la plaza central-o plaza de la bandera, como la gente del lugar la llamaba-Gordon fue presentado a un sitio rebosante de historia. Fue en Preston que el élder Kimball y Brigham Young habían predicado por primera vez las doctrinas del Evangelio restaurado de Jesucristo en Gran Bretaña. Todos los presidentes de la Iglesia, desde Brigham Young a Heber J. Grant, habían servido en Inglaterra. Preston ocupaba un lugar importante en la historia de la Iglesia y Gordon se deleitaba con estar allí.'
Así y todo, el clima social y religioso que Gordon encontró en Preston difería significativamente de lo que había conocido en su país. Las casas eran tan grandes como en Salt Lake City y en su mayoría se calentaban con pequeñas estufas, hasta cuatro o cinco de ellas en cada casa. Una broma habitual entre los misioneros era que primero debían calentarse de un lado y luego darse vuelta para calentarse el otro. Mucha gente dependía de las dádivas y aun aquellos que no estaban tan mal contaban con muy pocos bienes materiales. El élder Hinckley, sin embargo, pudo comprobar que los británicos eran gente de elevados principios, muy resuelta, franca y sincera que sabía cómo emplear debidamente el inglés real y que, en general, eran personas honradas.
La religión, no obstante, era un tema difícil de tratar. Muchos rehusaban descartar la pregunta fundamental en cuanto a que, si hay un Dios, ¿por qué permite tanto sufrimiento? A pesar de encontrarse entre los que proverbialmente eran la sal de la tierra, los residentes de Preston no estaban, por lo general, interesados y hasta abrigaban prejuicio contra lo que consideraban una incipiente religión norteamericana.
Para empeorar aún más las cosas, el élder Hinckley no se sentía bien. Padeciendo alergia por causa del polen de la pradera tan abundante en la región, se sintió muy mal desde el momento en que bajó del tren. Su vigor, su energía y su estado de ánimo habían disminuido considerablemente.
Después de haber soportado todo lo que pudo, le escribió a su padre diciéndole que no estaba logrando nada con su labor misional y que no veía por qué tenía que malgastar su tiempo y el dinero de su familia. Dirigiéndose a él a la vez como padre y como presidente de estaca, Bryant Hinckley le envió esta respuesta breve y elocuente: "Querido Gordon, he recibido tu carta y tengo una sola sugerencia: olvídate de ti mismo y pon manos a la obra".
Temprano ese mismo día, él y su compañero habían estado estudiando la promesa mencionada en los Evangelios: "Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará" (Marcos 8:35). Ese pasaje de las Escrituras, combinado con el consejo de su padre, atravesó su misma alma. Llevando en sus manos la carta, fue a su habitación en aquella casa de 15 Wadham Road y se arrodilló para orar. Al derramar su corazón ante el Señor, le prometió que trataría de olvidarse de sí mismo y dedicarse a Su servicio.
Muchos años después comentó acerca de tan significativos acontecimientos diciendo: "Aquel día de julio en 1933 fue mi hora decisiva. Una nueva luz resplandeció en mi vida y un nuevo gozo llenó mi corazón. La niebla de Inglaterra pareció disiparse y pude ver la luz del sol. Todo lo bueno que me ha sucedido desde entonces ha sido el resultado de la decisión que tomé aquel día en Preston".
La rama de Preston se reunía en un deteriorado salón que alquilaban en el segundo piso de una tienda. El presidente de la rama trataba de que los pocos miembros locales participaran activamente, pero al contar con tan reducido número sus reuniones dejaban mucho que desear.
Cambiar la naturaleza de la rama no resultaba cosa fácil, siendo que la labor de los misioneros no era particularmente fructífera. La obra misional arrojaba, sin embargo, algunos beneficios además de las conversiones. El testimonio y el entendimiento que Gordon tenía del Evangelio fueron incrementándose constantemente a medida que estudiaba cada mañana con su compañero.
Los dones literarios del élder Hinckley fueron enriqueciéndose en el campo misional. Había residido apenas un mes en Inglaterra cuando publicó su primer artículo en el Millennial Star. "A Missionary Holiday" ["El feriado de un misionero"] relataba la experiencia que él y otros misioneros habían tenido el 4 de julio (día de la celebración de la independencia de los Estados Unidos) cuando visitaron el hermoso Lago District, al norte de Preston, y durmieron en una verde pradera que se extendía entre los lagos Windermere y Grasmere. "¡Qué panorama!", decía describiéndolo. "Una perla fina y resplandeciente que descansa silenciosa en las verdes colinas onduladas y boscosas, con el sol de un nuevo día reflejándose sobre las aguas"." En su edición del 14 de septiembre de 1933, el Star publicó un artículo suyo elogiando las virtudes de la Asociación de Mejoramiento Mutuo que revelaba también su idea sobre el efecto del Evangelio en la vida de una persona: "El 'mormonismo' es una religión de refinamiento.
Demuestra que todo hombre tiene en su interior posibilidades divinas, y que la salvación, esencialmente, es un desarrollo. Sostiene que todo hombre es potencialmente una gran persona. Y por medio de un inspirado sistema, ofrece las más amplias oportunidades en todo el mundo para que cada persona se descubra a sí misma y descubra sus posibilidades para vivir de manera que pueda enaltecer su vida y contemplar una huella de realizaciones y no un estero de energías derrochadas. Un escaso número, a lo sumo, y quizás ninguno de nosotros, podría cincelar un nombre inmortal cuando se pase lista entre las grandes personalidades de la tierra.
Probablemente ninguno de nosotros logrará algo más allá del estrecho margen del ambiente que nos rodea. Pero esto es indiscutible: feliz habrá de ser el hombre o la mujer que haya aprovechado algún recurso escondido y le haya dado expresión. Tal persona recibirá el grato sentimiento benéfico de poderes fortalecedores, de haber hecho algo que ha ennoblecido más aún su vida. Dios nos ha bendecido generosamente a todos con talentos... ¡Apreciemos la silente emoción del progreso!
Aun las cartas de Gordon demostraban su ingenio periodístico. No eran ordinarios recitados de acontecimientos semanales. Una de sus cartas a Marjorie describía un incidente que experimentó en un autobús:
"Ustedes son todos unas ratas infames", fueron las últimas palabras de aquel obeso y afectado gerente de oficina al dirigirse a la puerta del autobús y arrojar por la ventanilla los fragmentos de mi tarjeta sin siquiera haberla leído.
En la próxima parada, tres o cuatro mineros sucios y harapientos subieron al autobús. Uno de ellos se sentó a mi lado. Sus labios enrojecidos y el blanco de sus ojos resaltaban cual espectros en su tiznado rostro. Su ropa arrojaba el hedor húmedo e irrespirable del polvo de las minas. Su espalda y sus hombros eran musculosamente amplios y redondos, y su pecho encogido. Hasta parecía murmurar en vez de respirar.
En aquellas minas desde su niñez-todo el día en ellas, recuperándose en la noche para volver a ellas a la mañana siguiente. ¿Qué significado tenían los cielos, las flores, los dioses para aquel hombre? A mi mente acudieron las palabras de Edwin Markham:
"¿Es esto lo que el Señor Dios hizo y mandó hacer Para que tenga dominio sobre la tierra y el mar; Para que explore estrellas y cielos en procura de poder;Para que anhele con pasión la eternidad?"Traté de entablar conversación. "¿Ha sido un día duro hoy?"
El hombre me miró sorprendido al pensar que alguien estaba prestándole atención. "Sí, pero tenemos que hacer nuestra parte".
Hablamos un poco acerca de su trabajo. Entonces le dije quién era yo y le entregué un folleto.
"Gracias", dijo; "yo no sé leer, pero nuestra Anita sabe hacerlo. Gracias". El autobús se detuvo. El hombre saludó con la cabeza; cuando fue a bajarse, su vasija de té resonó al dar contra el marco de la puerta. Pude oír el golpeteo de sus zapatones sobre los mojados adoquines.
A excepción del conductor, quien iba contando sus boletos, quedé solo en el autobús a lo largo de las próximas cinco millas. La lluvia repiqueteaba contra la ventanilla y en silencio me puse a pensar en los dos hombres que conocí ese día."
Al cabo de ocho meses en la Conferencia Liverpool, Gordon había distribuido 8.785 folletos, compartido más de 400 horas con los miembros, asistido a 191 reuniones, participado en 200 conversaciones sobre el Evangelio, confirmado a una persona y bautizado a ninguna.` En marzo de 1934 fue transferido a Londres para trabajar en las oficinas de la Misión Europea como ayudante del élder Joseph F. Merrill, del Quórum de los Doce, quien para entonces presidía todas las misiones en Europa.
Gordon se sintió inmediatamente encantado con Londres. No demoró en enamorarse de esta joya del imperio británico y el hecho de que un joven misionero trabajara junto a un apóstol era un raro privilegio.
El élder Merrill era un líder metódico y sensato, un científico que había sido decano de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Utah, y a su cargo tenía la responsabilidad administrativa de las misiones europeas. En general, la Iglesia trabajaba allí afanosamente y no era fácil lograr conversos. Aunque el élder Hinckley no lo acompañaba en sus viajes por el continente europeo, solía conversar por largo tiempo con el presidente Merrill cada vez que éste regresaba. Y gracias a estas numerosas conversaciones, Gordon pudo formarse una idea cabal del funcionamiento de la Iglesia, tanto en Gran Bretaña como en el resto de Europa.
Todos los días domingo, a menos que estuviera lloviendo torrencialmente, dos misioneros de las oficinas de la Misión Europea y dos de la Británica tomaban el autobús desde la calle Oxford hasta Hyde Park, donde llevaban a cabo reuniones al aire libre junto a otros predicadores y vendedores callejeros que allí concurrían. Después de entonar un himno y ofrecer una oración, predicaban a la indisciplinada multitud desde sus estrados portátiles.
En ciertas ocasiones, algunos hombres y mujeres de la congregación se mostraban sinceramente interesados en religión, pero con mayor frecuencia aquellas reuniones públicas atraían a unu nn5iun y nlus ufu grupos de expertos provocadores que se complacían en tratar de distraer y humillar a los jóvenes misioneros.
Para aquella gente, eso era como un deporte, una oportunidad para divertirse. Y mientras no tocaran físicamente a los oradores-lo cual constituía una razón para ser arrestados-podían hacer cuanto se les antojara. Gordon llegó a disfrutar particularmente la actitud de los provocadores más experimentados, quienes acostumbraban agitar una vara tan cerca de la nariz de los misioneros como fuera posible sin llegar a tocarles la cara. Al hacerlo, se burlaban de los jóvenes norteamericanos gritándoles: "Vamos, muchacho. Vete de aquí. Vuélvete a tu casa, yanqui". Al élder Hinckley le intrigaba en particular uno de los provocadores que parecía saber siempre cuándo estarían allí los misioneros y le gustaba argumentar con aquel detractor y sus compinches.
Muchos domingos por la tarde los misioneros solían reanudar las reuniones en Regents Park. La actividad probablemente beneficiaba más a los misioneros que a quienes les escuchaban, porque si un misionero era tímido, como era al principio el élder Hinckley, lograba superar sin demora su timidez. Las reuniones públicas servían para enseñarles a hablar con aplomo en medio de la confusión y a mantener la serenidad aun ante una concurrencia hostil. El élder Wendell J. Ashton, quien fue transferido a las oficinas de la Misión Británica en la primavera de 1935 para que sirviera como editor ayudante del Millennial Star y como compañero de Gordon, dijo: "En esos días no bautizamos a muchas personas en Londres, pero el élder Hinckley era descollante en aquellas reuniones en Hyde Park. Aprendimos a hablar de pie sin vacilar y el élder Hinckley era el mejor de todos. Desde el principio obtuvo una tremenda experiencia defendiendo la Iglesia y declarando valientemente sus verdades".
Gordon tuvo otras oportunidades para pulimentar sus habilidades oratorias. Cuando fue llamado a enseñar en la Primaria de la Rama Londres Sudoeste, el presidente Merrill le dijo: "Vaya, élder Hinckley. Si usted logra aprender cómo mantener el interés de los niños, nunca tendrá dificultades en mantener el interés de los adultos". 14 En otra ocasión, aceptó la asignación de enseñar a un grupo de indisciplinados adolescentes que habían amedrentado a varios maestros. Gordon decidió concentrarse en el comportamiento de los jóvenes y con el tiempo la clase se convirtió en una de sus mayores satisfacciones. Se deleitaba en el desafío de convencer a aquellos alumnos desinteresados.
La principal responsabilidad educacional del élder Hinckley, por supuesto, se relacionaba con la obra misional. El presidente Merrill no estaba muy contento con los escasos materiales disponibles para que los misioneros pudieran predicar. Al ver que, al desempeñar la asignación de supervisar la publicidad en la misión, su ayudante demostraba poseer excelentes cualidades comunicativas, el presidente Merrill le encargó que preparara varias filminas con transparencias en blanco y negro como ayudas para la enseñanza. Una filmina representaba la aparición del Libro de Mormón, otra describía importantes eventos de la historia de la Iglesia y una tercera mostraba una apropiada imagen de Salt Lake City. Cada una de estas filminas demostró ser muy útil para que los misioneros pudieran entrar en los hogares de la gente y para eliminar los desagradables rumores que por años habían persistido en Inglaterra acerca de los mormones.
El élder Hinckley también continuó escribiendo y muchos de sus artículos fueron publicados en el Millennial Star. Su campo de intereses era amplio y su habilidad para expresarse realmente envidiable. Pero quizás su influencia más trascendente como escritor tuvo lugar en febrero de 1935, cuando la revista London Monthly Pictorial publicó su artículo titulado "La historia inicial de los Santos de los últimos Días". Esto pareció contribuir a que se produjera un cambio significativo en la actitud de la prensa londinense hacia la Iglesia.`
Cierta mañana, el presidente Merrill mostró al élder Hinckley varios periódicos de Londres que contenían reseñas de un libro recientemente publicado declarando ser una historia de los mormones. El libro, sin embargo, no era halagador. "Élder Hinckley", le dijo el presidente Merrill, "quiero que vaya a donde el editor y le proteste en cuanto a la publicación de este libro".
Aunque aparentó sentirse tranquilo, el élder Hinckley sintió que se le retorcía el estómago. Tal asignación era un tanto aterradora. Pero fue a su habitación y se arrodilló a orar, pensando que probablemente así debe haberse sentido Moisés cuando el Señor le encomendó que fuera a hablar con Faraón. Sabiendo que el Señor lo ayudaría, tomó el tren subterráneo hasta la calle Fleet y fue a las oficinas de Skeffington & Son, Ltd., de Inglaterra, editores del ofensivo libro.
Con la intrepidez de un joven misionero, Gordon entregó su tarjeta personal a la recepcionista y pidió hablar con el Sr. Skeffington. La mujer desapareció tras la puerta de una oficina interior y luego regresó para informarle que el editor estaba muy ocupado y que no podía atenderle. El élder Hinckley le dijo entonces que se hallaba allí en representación de la Iglesia Mormona, que había viajado ocho mil kilómetros para ello y que tendría mucho gusto en esperar. Durante la hora subsiguiente, la recepcionista iba y venía de la oficina del Sr. Skeffington. Finalmente, dijo a Gordon que el editor le concedería unos pocos minutos.
A esto, el élder Hinckley entró a la amplia oficina y se presentó al hombre que fumaba un largo cigarro. Con una mirada despectiva que claramente parecía decirle: "Usted está importunándome", el Sr. Skeffington le preguntó qué podía hacer por ese joven norteamericano. Gordon le mostró las reseñas que sobre el libro habían publicado los periódicos y comenzó a hablar. Al principio, el editor se puso a la defensiva, pero a medida que el élder Hinckley fue razonando y explicándole los problemas relacionados con el libro, la actitud del Sr. Skeffington fue suavizándose. "Estoy seguro", concluyó diciendo el élder Hinckley, "que un hombre de tan elevados principios como usted no querrá perjudicar a un pueblo que ya ha sufrido tanto por causa de su religión". Al escucharle, el editor expresó su sincero reconocimiento y prometió recoger el libro de todas las librerías y agregarles una aclaración de que su contenido no debía considerarse como una historia del pueblo mormón, que por el contrario tenía una historia respetable y valiente, pero que debía interpretarse como algo ficticio y carente de realidad. El élder Hinckley reconoció que ésa era una decisión extraordinaria para un comerciante que tanto habría de perder y nada que ganar económicamente con un esfuerzo tal.
El Sr. Steffington fue fiel a su palabra. Mandó que se retiraran los libros y cuando fueron devueltos a los estantes de las librerías contenían la prometida aclaración. Desde aquel momento hasta la fecha de su fallecimiento, el editor se mantuvo en contacto con Gordon enviándole todos los años una tarjeta de Navidad. "Ésa fue una extraordinaria lección para mí", habría de comentar luego el élder Hinckley. "Aprendí que si ponemos nuestra fe en el Señor y continuamos confiadamente, Él nos irá abriendo camino. No debemos tener miedo al defender lo que creemos. Nunca lo olvidé. Aquella experiencia dejó una marca en mi vida".
Pero no era tan fácil y favorable. Había momentos en que parecía que nadie estaba interesado en el mensaje del Evangelio, períodos en que la oposición llegaba a ser violenta, y días en que habría resultado más fácil volver a casa. En ocasiones, particularmente cuando las cosas se tornaban deprimentes, el élder Hinckley sentía la reconfortante y alentadora influencia de su madre. En esas horas le parecía que ella estaba a su lado, fortaleciéndolo y animándolo. "Esa vez, como lo he hecho desde entonces, traté de vivir y de cumplir con mi deber de manera que pueda honrar su nombre", dijo. "La simple idea de vivir por debajo de las expectativas de mi madre ha sido algo penoso, pero me ha permitido desarrollar una disciplina que de otro modo no habría logrado obtener". Aun después de muerta, la influencia de Ada en su hijo era muy profunda."
El método particular del élder Hinckley era esperar lo mejor en todo y entonces ponerse a trabajar para lograrlo. Se concentraba en lo que podría hacerse en vez de lo que no, buscaba soluciones a los problemas en lugar de resignarse a ellos, y trataba de sentirse feliz aun cuando las cosas no le iban bien. Su actitud reflejaba abundancia en vez de escasez y con frecuencia meditaba acerca del espíritu de regocijo que su madre había cultivado en su hogar. Para reforzar su optimismo, él y su compañero acostumbraban a darse todas las mañanas un apretón de manos y a decir: "La vida es buena". Y, verdaderamente, a diferencia de lo que experimentó en aquellas primeras semanas en Preston, Gordon fue descubriendo que, estando al servicio del Señor, la vida era tan agradable y provechosa como jamás lo había percibido.18 Por el resto de su existencia habría de predicar y practicar el valor de una actitud positiva.
Al aproximarse el fin de sus dos años como misionero, el presidente Merrill preguntó al élder Hinckley si consideraría la posibilidad de quedarse otros seis meses. Gordon estaba muy dispuesto a ello, siempre que su padre consintiera en seguir manteniéndolo. Pero unos pocos días después, cuando habló con él nuevamente, el presidente Merrill le preguntó si más bien estaba dispuesto a regresar a su hogar. Acababa de recibir una carta de la Primera Presidencia con una respuesta desalentadora acerca de sus preocupaciones en cuanto a la falta de materiales disponibles para ayudar a los misioneros en su proselitismo. "No he conseguido que la
Primera Presidencia entienda nuestras preocupaciones", le explicó el presidente Merrill. "Quiero que vuelva usted a su casa, vaya a ver personalmente a la Primera Presidencia y les hable con respecto a nuestras necesidades. Quizás usted logre describirles la situación de una manera que yo no puedo hacerlo en una carta". La simple idea de reunirse con la Primera Presidencia y conversar con ellos sobre cualquier tema le pareció al élder Hinckley un tanto presuntuoso, pero aceptó la asignación de su líder y comenzó a prepararse para salir de Inglaterra en compañía de Homer Durham y Heber Boden, a quienes se les relevaba en esa oportunidad. Los jóvenes deseaban pasar unos días en Europa antes de partir para los Estados Unidos, como acostumbraban hacer los misioneros en esa época, y el presidente Merrill estuvo de acuerdo en que demorar por un par de semanas la presentación del élder Hinckley ante la Primera Presidencia no iba a ser un problema.
Con cien dólares cada uno en sus bolsillos, los tres misioneros emprendieron su aventura europea. El élder Hinckley quedó fascinado por lo que vio en Europa. Su excursión fue empañada por la amenaza de guerra que saturaba el ambiente. En Alemania los trenes iban llenos de soldados nazis y a Gordon le deslumbraban su apariencia y su comportamiento.
En Munich, el trío pudo presenciar un desfile de la juventud Hitleriana. "Fue algo increíble", dijo Gordon, "contemplar que un pueblo pudiera tomar a sus jovencitos de catorce y quince años de edad, colocarlos en batallones y alistar una generación de soldados. Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no habría podido comprender lo enajenado del caso".
Los misioneros arribaron a Nuremberg apenas tres días después de que Hitler se hubo presentado en un enorme campo deportivo y enardecido a la ciudad entera. Los estandartes y las banderas nazis flameaban todavía en los mástiles alrededor del estadio. Gordon salió de Alemania con la impresión de que habían estado "sentados en la primera fila de las gradas de la historia"
Pero no todo fue triste y sombrío para los misioneros, porque doquiera que iban fueron visitando los lugares históricos y culturales de Europa. En París fueron al Museo del Louvre y también consiguieron costosas entradas para asistir a una presentación de la Ópera de París. Homer Durham parecía saber donde se habían firmado los tratados importantes y visitaron un monumento y un museo tras otro sirviéndoles él como guía. Pero lo sobresaliente de toda la aventura tuvo lugar en una hermosa colina que se levanta a un lado de París, en el Cementerio Militar Norteamericano de Suresnes. Homer recordó luego la experiencia con estas palabras: "Extendiéndose hasta el portal, había 1.541 tumbas marcadas con cruces de mármol blanco... Entonces GBH [Gordon B. Hinckley] nos llevó hasta la hilera 11, N° 5, y dijo: 'Hermanos, aquí yace mi hermano mayor'. Entonces leímos: 'Stanford Hinckley, Utah, 19 de octubre de 1918'. Después de algunos momentos de silencio, el hermano GBH habló de nuevo: 'Hermanos, es probable que esta tumba nunca haya sido dedicada'. Ahora lo está. Permanecimos de pie en silencio mientras, con poder, nuestro compañero suplicó que ése fuera un lugar sagrado hasta el día que tanto esperamos"." La paz reinante en ese paraje le pareció a Gordon que era un notable contraste con la maquinaria bélica alemana que había presenciado pocos días antes, y entonces pensó en ese hermano al que había perdido en la guerra, y en su madre, quien había hecho su último peregrinaje en este sagrado lugar.
Después de haber deambulado por Europa durante dos semanas, los misioneros se dirigieron a El Havre, en Francia, donde el 4 de julio se embarcaron en el SS Manhattan, la misma nave que el élder Hinckley había tomado en el viaje de ida a Inglaterra. Ello constituyó un alegre comienzo para la última etapa de su regreso a casa. Una banda de música tocaba canciones patrióticas y la bandera estadounidense flameaba en la brisa. Después de todo lo que había presenciado, Gordon se sintió orgulloso y agradecido de ser un ciudadano norteamericano. Amaba a Inglaterra y a los británicos, pero ¡cuán maravilloso era regresar a su patria!
Siete días más tarde, el 11 de julio, el barco echó anclas en la ciudad de Nueva York. Al cabo de su excursión europea, la ropa de Gordon se había arrugado y estirado. Quería estar presentable al llegar porque su hermana Christine planeaba recibirlo cuando descendiera por la planchada, pero su traje no estaba en condiciones de inmediata compostura. Entonces se acordó del traje cruzado de lana azul que había comprado en la calle Regent, en Londres. Sacó de su baúl esa bonita pero arrugada ropa y aunque hacía un calor sofocante en esa
húmeda atmósfera neoyorquina del mes de julio, Gordon decidió que lucía mucho mejor que cualquier otra cosa que tenía.
Cuando el barco hubo anclado y su hermana no aparecía por ningún lado, Gordon salió corriendo del barco y fue hasta una sastrería para que le plancharan sin demora su traje. Se introdujo en la primera tienda que encontró, donde el propietario, quien estaba fumando un cigarro, le indicó que fuera a desvestirse a un cuarto de atrás. Cuando el sastre fue en busca del pesado traje de lana de Gordon y lo vio allí parado vistiendo lo que parecía ser otra capa de larga ropa interior de algodón, se sacó el cigarro de la boca y exclamó: "¡Diablos, hombre! ¿Qué viento le ha traído aquí? ¿El del Polo Norte?" Gordon ni siquiera trató de explicárselo.
Antes de partir de Nueva York, Gordon tomó el autobús hasta la calle 116 y caminó luego a través del campus de la Universidad Columbia sólo para ver lo que había dejado atrás y averiguar qué debía hacer para inscribirse. Luego los misioneros fueron a Washington, D.C., y desde allí tomaron el tren hacia el norte hasta Rochester, Nueva York, y el Cerro Cumorah. El presidente Heber J. Grant acababa de llegar allí para inaugurar y dedicar la impresionante estatua de Moroni que ahora se encuentra sobre la cumbre de ese cerro legendario. Unas dos mil personas se habían congregado para escuchar al presidente David O. McKay, Segundo Consejero en la Primera Presidencia, quien pronunció el discurso dedicatorio, y al presidente Grant, quien ofreció la oración dedicatoria. Gordon y sus compañeros presenciaron la ceremonia y asistieron al espectáculo subsiguiente, que fue la segunda representación dramática anual.'
Desde el norte del estado de Nueva York los misioneros tomaron el tren hasta Detroit, donde Gordon tenía que buscar un automóvil sedán Plymouth para su padre, el cual costaba 741 dólares. Ésa era una costumbre que se les permitía a los misioneros. Su itinerario los llevó a través de Illinois, donde hicieron un alto en Cartaghe para visitar la cárcel en la que asesinaron a balazos a José y a Hyrum Smith y luego recorrieron las polvorientas calles de Nauvoo. Desde allí siguieron, tanto como les fue posible hacerlo, la trayectoria de las compañías de vanguardia de los pioneros.
Al manejar hacia Salt Lake City, Gordon pensó que se había cumplido por lo menos una de las promesas de su bendición patriarcal. Se le había dicho que levantaría su voz en testimonio a las naciones de la tierra. Durante aquellos últimos momentos había dado su testimonio en Londres, en Berlín, en París y en Washington, D.C.-cuatro de las grandes capitales del mundo. "Bueno, esa parte de mi bendición se ha cumplido", se dijo a sí mismo.
Pocos días más tarde, después de una reunión con su familia, Gordon programó su cita con la Primera Presidencia de la Iglesia para cumplir con la asignación que le había encomendado el presidente Merrill antes de que partiera de Londres. El martes 20 de agosto, el ex misionero de veinticinco años de edad se presentó ante el presidente Heber J. Grant y sus consejeros, los presidentes J. Reuben Clark, hijo, y David O. McKay.
Ello podría haber sido una experiencia atemorizante, pero Gordon iba animado aún de su confianza como misionero. "Nadie iba a asustarme en esos días", comentó. "Bien podría haber ido a ver la reina con la misma disposición".' Sin embargo, cuando lo llevaron a la augusta cámara donde la Primera Presidencia se había reunido durante décadas y estrechó la mano de cada miembro de la Presidencia, se sintió de pronto atemorizado por las circunstancias en las que se hallaba. El presidente Grant le habló diciendo: "Hermano Hinckley, le daremos quince minutos para que nos diga lo que el presidente Merrill quiere que sepamos".
Gordon describió las preocupaciones que él y el presidente Merrill habían considerado antes de partir de Inglaterra-que los escasos materiales de que disponían los misioneros para cumplir sus labores eran inadecuados y sin atractivo. Después de que Gordon hubo tomado sus quince minutos, la Presidencia empezó a hacerle preguntas. Una cosa llevó a la otra y transcurrieron una hora y quince minutos hasta que el misionero recientemente relevado salió del cuarto.
Desde el punto de vista de Gordon, lo habían recibido cordialmente y se sintió aliviado al cumplir la asignación del presidente Merrill. Según pensaba, realmente su misión había concluido ya y era tiempo ahora
de seguir adelante y planear su futuro-un futuro que, a criterio suyo, incluiría su graduación en periodismo de la Universidad Columbia, lo cual estaba decidido a procurar.
Pero dos días después de su reunión con la Primera Presidencia, Gordon recibió una llamada telefónica del presidente McKay, quien le dijo: "Hermano Hinckley, en una reunión de la Primera Presidencia con los Doce hemos tratado acerca de lo que hablamos durante su entrevista con nosotros. Hemos organizado un comité integrado por seis miembros de los Doce, con el élder Stephen L. Richards como director, para considerar las necesidades que usted ha descrito. Queremos invitarlo a que venga y trabaje con dicho comité".
Gordon no había ni pensado en que su reunión dos días antes se convertiría en una entrevista de empleo. Aunque se sintió atormentado entre la idea de seguir la carrera que había escogido y la de responder a la Primera Presidencia, Gordon consideró la invitación del presidente McKay como un mandamiento y aceptó el cargo. Para comenzar, su posición como secretario ejecutivo del recientemente organizado Comité de Radiodifusión, Publicidad y Publicaciones Misionales era de media jornada, con un sueldo de 65 dólares mensuales.
Preocupado en cuanto a su propia manutención-y la de alguien más, si la ocasión se presentase-luego recibió con agrado un llamado del élder John A. Widtsoe, el Comisionado de Educación de la Iglesia, quien lo empleó para que en horas de la tarde enseñara una clase de seminario en la Escuela Secundaria South por 35 dólares mensuales. 100 dólares por mes eran, por ahora, suficientes. Y así fue que, una vez más, Gordon Hinckley guardó los folletos de la Universidad Columbia en un cajón y tomó un desvío de su planeado rumbo. Esta nueva dirección habría de cambiar su vida para siempre.
Las misiones costaban dinero y en su mayoría las familias se consideraban afortunadas con sólo mantener un techo sobre sí. Muy pocos hombres y mujeres jóvenes estaban dispuestos y se creían capaces de aceptar un llamamiento misional. Gordon Hinckley era uno de solamente 525 misioneros que habrían de ser llamados ese año a servir en las 31 misiones existentes. Para mayor complicación, vivir en Inglaterra era excesivamente caro, costando en esos días el equivalente aproximado a $500 por mes en dólares del año1990.
Para entonces, Gordon y Marjorie Pay, la jovencita que vivía enfrente de su casa a quien había estado cortejando, estaban cada vez más interesados entre sí. Ella quería que él sirviera en una misión, pero a medida que se acercaba la fecha de su partida, sentía más y más cuánto extrañaría a aquel joven a quien consideraba su mejor amigo y confidente. Ella tendría casi veinticuatro años de edad cuando él regresara. ¿Estaría aún soltera? ¿Y cómo se sentirá entonces él con respecto a ella? No era posible saber lo que el futuro habría de depararles.
En junio de 1933, el élder Hinckley fue a la Casa de la Misión en Salt Lake City. Durante la semana en que permaneció allí, fue apartado como misionero regular por el élder George Albert Smith. Junto con sus colegas misioneros, recibió también instrucciones de varias Autoridades Generales, entre ellas del élder David O. McKay, quien pidió a cada élder y hermana que escribieran un comentario sobre lo que significaba para ellos ser misioneros.
Así lo hizo el élder Hinckley y un par de días después se le pidió que fuera a la oficina del élder McKay. Al presentarse ante el apóstol, vio que sobre el escritorio estaba su comentario. El élder McKay lo felicitó tanto por el estilo como por el contenido de su escrito y agregó que era el mejor que había leído jamás. Quería asimismo saber si le permitiría referirse alguna vez al mismo. Gordon se sintió muy sorprendido y también complacido.
Sin embargo, al prepararse días más tarde a tomar el tren en la estación de Union Pacific en Salt Lake City, experimentó cierta inseguridad y aun temor por lo que le esperaba. Su padre, quien debe haber presentido las preocupaciones de su hijo, le entregó una tarjeta en la que había escrito las cuatro palabras de Jesús que se encuentran en Marcos 5:36: "No temas, cree solamente".
Entonces, al cabo de una rápida pero cálida despedida de sus familiares y amigos, inclusive Marjorie-quien había ido a saludar a su mejor amigo sabiendo que no existía compromiso alguno entre ellos-se fue. "Aunque yo anhelaba que sirviera en una misión", dijo Marjorie tiempo después, "nunca olvidaré cuán vacía y sola me sentí al ver el tren alejarse de la estación".
Gordon y sus compañeros de viaje habían comprado boletos de segunda clase en ese tren que se dirigía a Chicago (Illinois), donde se estaba llevando a cabo la Feria Mundial de 1933. Pasó un día en Chicago, fascinado por la ciudad más grande que jamás había visto, y asistió a la feria. Le impresionó sobremanera el tema futurista de la exposición y las imaginativas creaciones que mostraba. También disfrutó de la exhibición presentada por la Iglesia. Al día siguiente tomó el tren a Nueva York y se embarcó en el S. S. Manhattan para la travesía oceánica de una semana. Fue en altamar que cumplió sus veintitrés años de edad.
Durante el viaje, el élder Hinckley sacó la bendición patriarcal que había recibido a la edad de once años y que desde entonces no había leído con mucha frecuencia. "Alcanzarás tu cabal estatura de madurez y llegarás a ser un fuerte y valiente líder en medio de Israel", le había prometido el patriarca Thomas E. Callister. "Disfrutarás del Santo Sacerdocio y lo administrarás en medio de Israel sólo como aquellos que son llamados de Dios pueden hacerlo. Serás siempre un mensajero de paz; las naciones de la tierra escucharán tu voz y serán llevadas al conocimiento de la verdad mediante el maravilloso testimonio que habrás de manifestar". -Quizás esa misión en Inglaterra llegaría a cumplir al menos una parte de su bendición.
Al cabo de casi una semana en el mar, el Manhattan arribó en horas de la medianoche al puerto de Cobb, cerca de Cork, en Irlanda. Al contemplar el muelle, el élder Hinckley escuchó a un tenor irlandés que a pleno pulmón cantaba "Danny Boy ", la cual para siempre jamás habría de ser una de sus canciones predilectas.
Su permanencia en Irlanda, sin embargo, fue breve y el barco zarpó nuevamente hacia Plymouth, Inglaterra, donde ancló el martes 27 de junio de 1933. 'Siendo que no allí nadie les esperaba, el élder Hinckley y sus dos compañeros de viaje tomaron el ferry desde Plymouth a Londres, llegando a la Estación Paddington a eso de la medianoche. Otra vez, nadie les esperaba allí y se encontraron solos, en plena noche, en una de las ciudades más grandes del mundo.
Contando con escasos recursos, alquilaron un cuarto en un hotel cercano. A la mañana siguiente, llevando en sus manos la dirección de la casa misional-33 Tavistock Square, Londres WC1-comenzaron a andar. Tiempo más tarde, durante su misión, después que el élder Hinckley hubo residido en Londres por casi diecinueve meses, no podía imaginar cómo pudieron orientarse aquel día en esa intimidante metrópolis inglesa.
No obstante esa inhospitalaria introducción a Inglaterra y su ciudad capital, el trío llegó ileso a la casa de la misión. El élder Hinckley había sido llamado a servir en la Misión Europea, entonces bajo la dirección del presidente John A. Widtsoe, pero el presidente Widtsoe se encontraba de viaje por el continente europeo y le había pedido al presidente James H. Douglas, de la Misión Británica, que pusiera a trabajar de inmediato al nuevo misionero. El élder Hinckley fue asignado sin demora a la llamada Conferencia Liverpool, con oficinas en Preston, a unos 320 kilómetros al norte. Los dos compañeros con quienes había viajado a Inglaterra permanecieron en Londres.
Así fue que Gordon debió viajar sin compañía y al tomar el tren hacia Preston se sintió terriblemente solo. Todo era nuevo y extraño para él. Su breve acogida en la casa de la misión no le había resultado alentadora ni placentera. No le era difícil preguntarse en qué enredo se había metido.
Al bajar a la plataforma de la estación en Preston, el élder Hinckley vio al élder Kent Bramwell, un joven de Ogden, Utah, quien lo estaba esperando. El élder Bramwell no tenía intención alguna de capacitar gradualmente a su nuevo compañero, así que le informó que tenían que llevar a cabo una reunión callejera esa misma noche. La sola idea de predicar a transeúntes desinteresados fue muy desalentadora y de inmediato el élder Hinckley le respondió: "Yo no soy la persona indicada para ello". Pero el élder Bramwell estaba determinado y unas pocas horas después los dos misioneros se dirigieron a la plaza central y comenzaron a cantar. Poco a poco, algunas personas fueron agrupándose y los misioneros les enseñaron y expresaron su testimonio. "Yo estaba aterrorizado", confesó después el élder Hinckley. "Subí a una pequeña plataforma, contemplé a esa multitud y me pregunté qué estaba yo haciendo allí".
Según la providencia del Señor, Gordon había sido enviado al área en que Heber C. Kimball y sus colegas del Quórum de los Doce Apóstoles habían bautizado a miles de personas casi un siglo antes. Esa primera noche en la plaza central-o plaza de la bandera, como la gente del lugar la llamaba-Gordon fue presentado a un sitio rebosante de historia. Fue en Preston que el élder Kimball y Brigham Young habían predicado por primera vez las doctrinas del Evangelio restaurado de Jesucristo en Gran Bretaña. Todos los presidentes de la Iglesia, desde Brigham Young a Heber J. Grant, habían servido en Inglaterra. Preston ocupaba un lugar importante en la historia de la Iglesia y Gordon se deleitaba con estar allí.'
Así y todo, el clima social y religioso que Gordon encontró en Preston difería significativamente de lo que había conocido en su país. Las casas eran tan grandes como en Salt Lake City y en su mayoría se calentaban con pequeñas estufas, hasta cuatro o cinco de ellas en cada casa. Una broma habitual entre los misioneros era que primero debían calentarse de un lado y luego darse vuelta para calentarse el otro. Mucha gente dependía de las dádivas y aun aquellos que no estaban tan mal contaban con muy pocos bienes materiales. El élder Hinckley, sin embargo, pudo comprobar que los británicos eran gente de elevados principios, muy resuelta, franca y sincera que sabía cómo emplear debidamente el inglés real y que, en general, eran personas honradas.
La religión, no obstante, era un tema difícil de tratar. Muchos rehusaban descartar la pregunta fundamental en cuanto a que, si hay un Dios, ¿por qué permite tanto sufrimiento? A pesar de encontrarse entre los que proverbialmente eran la sal de la tierra, los residentes de Preston no estaban, por lo general, interesados y hasta abrigaban prejuicio contra lo que consideraban una incipiente religión norteamericana.
Para empeorar aún más las cosas, el élder Hinckley no se sentía bien. Padeciendo alergia por causa del polen de la pradera tan abundante en la región, se sintió muy mal desde el momento en que bajó del tren. Su vigor, su energía y su estado de ánimo habían disminuido considerablemente.
Después de haber soportado todo lo que pudo, le escribió a su padre diciéndole que no estaba logrando nada con su labor misional y que no veía por qué tenía que malgastar su tiempo y el dinero de su familia. Dirigiéndose a él a la vez como padre y como presidente de estaca, Bryant Hinckley le envió esta respuesta breve y elocuente: "Querido Gordon, he recibido tu carta y tengo una sola sugerencia: olvídate de ti mismo y pon manos a la obra".
Temprano ese mismo día, él y su compañero habían estado estudiando la promesa mencionada en los Evangelios: "Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará" (Marcos 8:35). Ese pasaje de las Escrituras, combinado con el consejo de su padre, atravesó su misma alma. Llevando en sus manos la carta, fue a su habitación en aquella casa de 15 Wadham Road y se arrodilló para orar. Al derramar su corazón ante el Señor, le prometió que trataría de olvidarse de sí mismo y dedicarse a Su servicio.
Muchos años después comentó acerca de tan significativos acontecimientos diciendo: "Aquel día de julio en 1933 fue mi hora decisiva. Una nueva luz resplandeció en mi vida y un nuevo gozo llenó mi corazón. La niebla de Inglaterra pareció disiparse y pude ver la luz del sol. Todo lo bueno que me ha sucedido desde entonces ha sido el resultado de la decisión que tomé aquel día en Preston".
La rama de Preston se reunía en un deteriorado salón que alquilaban en el segundo piso de una tienda. El presidente de la rama trataba de que los pocos miembros locales participaran activamente, pero al contar con tan reducido número sus reuniones dejaban mucho que desear.
Cambiar la naturaleza de la rama no resultaba cosa fácil, siendo que la labor de los misioneros no era particularmente fructífera. La obra misional arrojaba, sin embargo, algunos beneficios además de las conversiones. El testimonio y el entendimiento que Gordon tenía del Evangelio fueron incrementándose constantemente a medida que estudiaba cada mañana con su compañero.
Los dones literarios del élder Hinckley fueron enriqueciéndose en el campo misional. Había residido apenas un mes en Inglaterra cuando publicó su primer artículo en el Millennial Star. "A Missionary Holiday" ["El feriado de un misionero"] relataba la experiencia que él y otros misioneros habían tenido el 4 de julio (día de la celebración de la independencia de los Estados Unidos) cuando visitaron el hermoso Lago District, al norte de Preston, y durmieron en una verde pradera que se extendía entre los lagos Windermere y Grasmere. "¡Qué panorama!", decía describiéndolo. "Una perla fina y resplandeciente que descansa silenciosa en las verdes colinas onduladas y boscosas, con el sol de un nuevo día reflejándose sobre las aguas"." En su edición del 14 de septiembre de 1933, el Star publicó un artículo suyo elogiando las virtudes de la Asociación de Mejoramiento Mutuo que revelaba también su idea sobre el efecto del Evangelio en la vida de una persona: "El 'mormonismo' es una religión de refinamiento.
Demuestra que todo hombre tiene en su interior posibilidades divinas, y que la salvación, esencialmente, es un desarrollo. Sostiene que todo hombre es potencialmente una gran persona. Y por medio de un inspirado sistema, ofrece las más amplias oportunidades en todo el mundo para que cada persona se descubra a sí misma y descubra sus posibilidades para vivir de manera que pueda enaltecer su vida y contemplar una huella de realizaciones y no un estero de energías derrochadas. Un escaso número, a lo sumo, y quizás ninguno de nosotros, podría cincelar un nombre inmortal cuando se pase lista entre las grandes personalidades de la tierra.
Probablemente ninguno de nosotros logrará algo más allá del estrecho margen del ambiente que nos rodea. Pero esto es indiscutible: feliz habrá de ser el hombre o la mujer que haya aprovechado algún recurso escondido y le haya dado expresión. Tal persona recibirá el grato sentimiento benéfico de poderes fortalecedores, de haber hecho algo que ha ennoblecido más aún su vida. Dios nos ha bendecido generosamente a todos con talentos... ¡Apreciemos la silente emoción del progreso!
Aun las cartas de Gordon demostraban su ingenio periodístico. No eran ordinarios recitados de acontecimientos semanales. Una de sus cartas a Marjorie describía un incidente que experimentó en un autobús:
"Ustedes son todos unas ratas infames", fueron las últimas palabras de aquel obeso y afectado gerente de oficina al dirigirse a la puerta del autobús y arrojar por la ventanilla los fragmentos de mi tarjeta sin siquiera haberla leído.
En la próxima parada, tres o cuatro mineros sucios y harapientos subieron al autobús. Uno de ellos se sentó a mi lado. Sus labios enrojecidos y el blanco de sus ojos resaltaban cual espectros en su tiznado rostro. Su ropa arrojaba el hedor húmedo e irrespirable del polvo de las minas. Su espalda y sus hombros eran musculosamente amplios y redondos, y su pecho encogido. Hasta parecía murmurar en vez de respirar.
En aquellas minas desde su niñez-todo el día en ellas, recuperándose en la noche para volver a ellas a la mañana siguiente. ¿Qué significado tenían los cielos, las flores, los dioses para aquel hombre? A mi mente acudieron las palabras de Edwin Markham:
"¿Es esto lo que el Señor Dios hizo y mandó hacer Para que tenga dominio sobre la tierra y el mar; Para que explore estrellas y cielos en procura de poder;Para que anhele con pasión la eternidad?"Traté de entablar conversación. "¿Ha sido un día duro hoy?"
El hombre me miró sorprendido al pensar que alguien estaba prestándole atención. "Sí, pero tenemos que hacer nuestra parte".
Hablamos un poco acerca de su trabajo. Entonces le dije quién era yo y le entregué un folleto.
"Gracias", dijo; "yo no sé leer, pero nuestra Anita sabe hacerlo. Gracias". El autobús se detuvo. El hombre saludó con la cabeza; cuando fue a bajarse, su vasija de té resonó al dar contra el marco de la puerta. Pude oír el golpeteo de sus zapatones sobre los mojados adoquines.
A excepción del conductor, quien iba contando sus boletos, quedé solo en el autobús a lo largo de las próximas cinco millas. La lluvia repiqueteaba contra la ventanilla y en silencio me puse a pensar en los dos hombres que conocí ese día."
Al cabo de ocho meses en la Conferencia Liverpool, Gordon había distribuido 8.785 folletos, compartido más de 400 horas con los miembros, asistido a 191 reuniones, participado en 200 conversaciones sobre el Evangelio, confirmado a una persona y bautizado a ninguna.` En marzo de 1934 fue transferido a Londres para trabajar en las oficinas de la Misión Europea como ayudante del élder Joseph F. Merrill, del Quórum de los Doce, quien para entonces presidía todas las misiones en Europa.
Gordon se sintió inmediatamente encantado con Londres. No demoró en enamorarse de esta joya del imperio británico y el hecho de que un joven misionero trabajara junto a un apóstol era un raro privilegio.
El élder Merrill era un líder metódico y sensato, un científico que había sido decano de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Utah, y a su cargo tenía la responsabilidad administrativa de las misiones europeas. En general, la Iglesia trabajaba allí afanosamente y no era fácil lograr conversos. Aunque el élder Hinckley no lo acompañaba en sus viajes por el continente europeo, solía conversar por largo tiempo con el presidente Merrill cada vez que éste regresaba. Y gracias a estas numerosas conversaciones, Gordon pudo formarse una idea cabal del funcionamiento de la Iglesia, tanto en Gran Bretaña como en el resto de Europa.
Todos los días domingo, a menos que estuviera lloviendo torrencialmente, dos misioneros de las oficinas de la Misión Europea y dos de la Británica tomaban el autobús desde la calle Oxford hasta Hyde Park, donde llevaban a cabo reuniones al aire libre junto a otros predicadores y vendedores callejeros que allí concurrían. Después de entonar un himno y ofrecer una oración, predicaban a la indisciplinada multitud desde sus estrados portátiles.
En ciertas ocasiones, algunos hombres y mujeres de la congregación se mostraban sinceramente interesados en religión, pero con mayor frecuencia aquellas reuniones públicas atraían a unu nn5iun y nlus ufu grupos de expertos provocadores que se complacían en tratar de distraer y humillar a los jóvenes misioneros.
Para aquella gente, eso era como un deporte, una oportunidad para divertirse. Y mientras no tocaran físicamente a los oradores-lo cual constituía una razón para ser arrestados-podían hacer cuanto se les antojara. Gordon llegó a disfrutar particularmente la actitud de los provocadores más experimentados, quienes acostumbraban agitar una vara tan cerca de la nariz de los misioneros como fuera posible sin llegar a tocarles la cara. Al hacerlo, se burlaban de los jóvenes norteamericanos gritándoles: "Vamos, muchacho. Vete de aquí. Vuélvete a tu casa, yanqui". Al élder Hinckley le intrigaba en particular uno de los provocadores que parecía saber siempre cuándo estarían allí los misioneros y le gustaba argumentar con aquel detractor y sus compinches.
Muchos domingos por la tarde los misioneros solían reanudar las reuniones en Regents Park. La actividad probablemente beneficiaba más a los misioneros que a quienes les escuchaban, porque si un misionero era tímido, como era al principio el élder Hinckley, lograba superar sin demora su timidez. Las reuniones públicas servían para enseñarles a hablar con aplomo en medio de la confusión y a mantener la serenidad aun ante una concurrencia hostil. El élder Wendell J. Ashton, quien fue transferido a las oficinas de la Misión Británica en la primavera de 1935 para que sirviera como editor ayudante del Millennial Star y como compañero de Gordon, dijo: "En esos días no bautizamos a muchas personas en Londres, pero el élder Hinckley era descollante en aquellas reuniones en Hyde Park. Aprendimos a hablar de pie sin vacilar y el élder Hinckley era el mejor de todos. Desde el principio obtuvo una tremenda experiencia defendiendo la Iglesia y declarando valientemente sus verdades".
Gordon tuvo otras oportunidades para pulimentar sus habilidades oratorias. Cuando fue llamado a enseñar en la Primaria de la Rama Londres Sudoeste, el presidente Merrill le dijo: "Vaya, élder Hinckley. Si usted logra aprender cómo mantener el interés de los niños, nunca tendrá dificultades en mantener el interés de los adultos". 14 En otra ocasión, aceptó la asignación de enseñar a un grupo de indisciplinados adolescentes que habían amedrentado a varios maestros. Gordon decidió concentrarse en el comportamiento de los jóvenes y con el tiempo la clase se convirtió en una de sus mayores satisfacciones. Se deleitaba en el desafío de convencer a aquellos alumnos desinteresados.
La principal responsabilidad educacional del élder Hinckley, por supuesto, se relacionaba con la obra misional. El presidente Merrill no estaba muy contento con los escasos materiales disponibles para que los misioneros pudieran predicar. Al ver que, al desempeñar la asignación de supervisar la publicidad en la misión, su ayudante demostraba poseer excelentes cualidades comunicativas, el presidente Merrill le encargó que preparara varias filminas con transparencias en blanco y negro como ayudas para la enseñanza. Una filmina representaba la aparición del Libro de Mormón, otra describía importantes eventos de la historia de la Iglesia y una tercera mostraba una apropiada imagen de Salt Lake City. Cada una de estas filminas demostró ser muy útil para que los misioneros pudieran entrar en los hogares de la gente y para eliminar los desagradables rumores que por años habían persistido en Inglaterra acerca de los mormones.
El élder Hinckley también continuó escribiendo y muchos de sus artículos fueron publicados en el Millennial Star. Su campo de intereses era amplio y su habilidad para expresarse realmente envidiable. Pero quizás su influencia más trascendente como escritor tuvo lugar en febrero de 1935, cuando la revista London Monthly Pictorial publicó su artículo titulado "La historia inicial de los Santos de los últimos Días". Esto pareció contribuir a que se produjera un cambio significativo en la actitud de la prensa londinense hacia la Iglesia.`
Cierta mañana, el presidente Merrill mostró al élder Hinckley varios periódicos de Londres que contenían reseñas de un libro recientemente publicado declarando ser una historia de los mormones. El libro, sin embargo, no era halagador. "Élder Hinckley", le dijo el presidente Merrill, "quiero que vaya a donde el editor y le proteste en cuanto a la publicación de este libro".
Aunque aparentó sentirse tranquilo, el élder Hinckley sintió que se le retorcía el estómago. Tal asignación era un tanto aterradora. Pero fue a su habitación y se arrodilló a orar, pensando que probablemente así debe haberse sentido Moisés cuando el Señor le encomendó que fuera a hablar con Faraón. Sabiendo que el Señor lo ayudaría, tomó el tren subterráneo hasta la calle Fleet y fue a las oficinas de Skeffington & Son, Ltd., de Inglaterra, editores del ofensivo libro.
Con la intrepidez de un joven misionero, Gordon entregó su tarjeta personal a la recepcionista y pidió hablar con el Sr. Skeffington. La mujer desapareció tras la puerta de una oficina interior y luego regresó para informarle que el editor estaba muy ocupado y que no podía atenderle. El élder Hinckley le dijo entonces que se hallaba allí en representación de la Iglesia Mormona, que había viajado ocho mil kilómetros para ello y que tendría mucho gusto en esperar. Durante la hora subsiguiente, la recepcionista iba y venía de la oficina del Sr. Skeffington. Finalmente, dijo a Gordon que el editor le concedería unos pocos minutos.
A esto, el élder Hinckley entró a la amplia oficina y se presentó al hombre que fumaba un largo cigarro. Con una mirada despectiva que claramente parecía decirle: "Usted está importunándome", el Sr. Skeffington le preguntó qué podía hacer por ese joven norteamericano. Gordon le mostró las reseñas que sobre el libro habían publicado los periódicos y comenzó a hablar. Al principio, el editor se puso a la defensiva, pero a medida que el élder Hinckley fue razonando y explicándole los problemas relacionados con el libro, la actitud del Sr. Skeffington fue suavizándose. "Estoy seguro", concluyó diciendo el élder Hinckley, "que un hombre de tan elevados principios como usted no querrá perjudicar a un pueblo que ya ha sufrido tanto por causa de su religión". Al escucharle, el editor expresó su sincero reconocimiento y prometió recoger el libro de todas las librerías y agregarles una aclaración de que su contenido no debía considerarse como una historia del pueblo mormón, que por el contrario tenía una historia respetable y valiente, pero que debía interpretarse como algo ficticio y carente de realidad. El élder Hinckley reconoció que ésa era una decisión extraordinaria para un comerciante que tanto habría de perder y nada que ganar económicamente con un esfuerzo tal.
El Sr. Steffington fue fiel a su palabra. Mandó que se retiraran los libros y cuando fueron devueltos a los estantes de las librerías contenían la prometida aclaración. Desde aquel momento hasta la fecha de su fallecimiento, el editor se mantuvo en contacto con Gordon enviándole todos los años una tarjeta de Navidad. "Ésa fue una extraordinaria lección para mí", habría de comentar luego el élder Hinckley. "Aprendí que si ponemos nuestra fe en el Señor y continuamos confiadamente, Él nos irá abriendo camino. No debemos tener miedo al defender lo que creemos. Nunca lo olvidé. Aquella experiencia dejó una marca en mi vida".
Pero no era tan fácil y favorable. Había momentos en que parecía que nadie estaba interesado en el mensaje del Evangelio, períodos en que la oposición llegaba a ser violenta, y días en que habría resultado más fácil volver a casa. En ocasiones, particularmente cuando las cosas se tornaban deprimentes, el élder Hinckley sentía la reconfortante y alentadora influencia de su madre. En esas horas le parecía que ella estaba a su lado, fortaleciéndolo y animándolo. "Esa vez, como lo he hecho desde entonces, traté de vivir y de cumplir con mi deber de manera que pueda honrar su nombre", dijo. "La simple idea de vivir por debajo de las expectativas de mi madre ha sido algo penoso, pero me ha permitido desarrollar una disciplina que de otro modo no habría logrado obtener". Aun después de muerta, la influencia de Ada en su hijo era muy profunda."
El método particular del élder Hinckley era esperar lo mejor en todo y entonces ponerse a trabajar para lograrlo. Se concentraba en lo que podría hacerse en vez de lo que no, buscaba soluciones a los problemas en lugar de resignarse a ellos, y trataba de sentirse feliz aun cuando las cosas no le iban bien. Su actitud reflejaba abundancia en vez de escasez y con frecuencia meditaba acerca del espíritu de regocijo que su madre había cultivado en su hogar. Para reforzar su optimismo, él y su compañero acostumbraban a darse todas las mañanas un apretón de manos y a decir: "La vida es buena". Y, verdaderamente, a diferencia de lo que experimentó en aquellas primeras semanas en Preston, Gordon fue descubriendo que, estando al servicio del Señor, la vida era tan agradable y provechosa como jamás lo había percibido.18 Por el resto de su existencia habría de predicar y practicar el valor de una actitud positiva.
Al aproximarse el fin de sus dos años como misionero, el presidente Merrill preguntó al élder Hinckley si consideraría la posibilidad de quedarse otros seis meses. Gordon estaba muy dispuesto a ello, siempre que su padre consintiera en seguir manteniéndolo. Pero unos pocos días después, cuando habló con él nuevamente, el presidente Merrill le preguntó si más bien estaba dispuesto a regresar a su hogar. Acababa de recibir una carta de la Primera Presidencia con una respuesta desalentadora acerca de sus preocupaciones en cuanto a la falta de materiales disponibles para ayudar a los misioneros en su proselitismo. "No he conseguido que la
Primera Presidencia entienda nuestras preocupaciones", le explicó el presidente Merrill. "Quiero que vuelva usted a su casa, vaya a ver personalmente a la Primera Presidencia y les hable con respecto a nuestras necesidades. Quizás usted logre describirles la situación de una manera que yo no puedo hacerlo en una carta". La simple idea de reunirse con la Primera Presidencia y conversar con ellos sobre cualquier tema le pareció al élder Hinckley un tanto presuntuoso, pero aceptó la asignación de su líder y comenzó a prepararse para salir de Inglaterra en compañía de Homer Durham y Heber Boden, a quienes se les relevaba en esa oportunidad. Los jóvenes deseaban pasar unos días en Europa antes de partir para los Estados Unidos, como acostumbraban hacer los misioneros en esa época, y el presidente Merrill estuvo de acuerdo en que demorar por un par de semanas la presentación del élder Hinckley ante la Primera Presidencia no iba a ser un problema.
Con cien dólares cada uno en sus bolsillos, los tres misioneros emprendieron su aventura europea. El élder Hinckley quedó fascinado por lo que vio en Europa. Su excursión fue empañada por la amenaza de guerra que saturaba el ambiente. En Alemania los trenes iban llenos de soldados nazis y a Gordon le deslumbraban su apariencia y su comportamiento.
En Munich, el trío pudo presenciar un desfile de la juventud Hitleriana. "Fue algo increíble", dijo Gordon, "contemplar que un pueblo pudiera tomar a sus jovencitos de catorce y quince años de edad, colocarlos en batallones y alistar una generación de soldados. Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no habría podido comprender lo enajenado del caso".
Los misioneros arribaron a Nuremberg apenas tres días después de que Hitler se hubo presentado en un enorme campo deportivo y enardecido a la ciudad entera. Los estandartes y las banderas nazis flameaban todavía en los mástiles alrededor del estadio. Gordon salió de Alemania con la impresión de que habían estado "sentados en la primera fila de las gradas de la historia"
Pero no todo fue triste y sombrío para los misioneros, porque doquiera que iban fueron visitando los lugares históricos y culturales de Europa. En París fueron al Museo del Louvre y también consiguieron costosas entradas para asistir a una presentación de la Ópera de París. Homer Durham parecía saber donde se habían firmado los tratados importantes y visitaron un monumento y un museo tras otro sirviéndoles él como guía. Pero lo sobresaliente de toda la aventura tuvo lugar en una hermosa colina que se levanta a un lado de París, en el Cementerio Militar Norteamericano de Suresnes. Homer recordó luego la experiencia con estas palabras: "Extendiéndose hasta el portal, había 1.541 tumbas marcadas con cruces de mármol blanco... Entonces GBH [Gordon B. Hinckley] nos llevó hasta la hilera 11, N° 5, y dijo: 'Hermanos, aquí yace mi hermano mayor'. Entonces leímos: 'Stanford Hinckley, Utah, 19 de octubre de 1918'. Después de algunos momentos de silencio, el hermano GBH habló de nuevo: 'Hermanos, es probable que esta tumba nunca haya sido dedicada'. Ahora lo está. Permanecimos de pie en silencio mientras, con poder, nuestro compañero suplicó que ése fuera un lugar sagrado hasta el día que tanto esperamos"." La paz reinante en ese paraje le pareció a Gordon que era un notable contraste con la maquinaria bélica alemana que había presenciado pocos días antes, y entonces pensó en ese hermano al que había perdido en la guerra, y en su madre, quien había hecho su último peregrinaje en este sagrado lugar.
Después de haber deambulado por Europa durante dos semanas, los misioneros se dirigieron a El Havre, en Francia, donde el 4 de julio se embarcaron en el SS Manhattan, la misma nave que el élder Hinckley había tomado en el viaje de ida a Inglaterra. Ello constituyó un alegre comienzo para la última etapa de su regreso a casa. Una banda de música tocaba canciones patrióticas y la bandera estadounidense flameaba en la brisa. Después de todo lo que había presenciado, Gordon se sintió orgulloso y agradecido de ser un ciudadano norteamericano. Amaba a Inglaterra y a los británicos, pero ¡cuán maravilloso era regresar a su patria!
Siete días más tarde, el 11 de julio, el barco echó anclas en la ciudad de Nueva York. Al cabo de su excursión europea, la ropa de Gordon se había arrugado y estirado. Quería estar presentable al llegar porque su hermana Christine planeaba recibirlo cuando descendiera por la planchada, pero su traje no estaba en condiciones de inmediata compostura. Entonces se acordó del traje cruzado de lana azul que había comprado en la calle Regent, en Londres. Sacó de su baúl esa bonita pero arrugada ropa y aunque hacía un calor sofocante en esa
húmeda atmósfera neoyorquina del mes de julio, Gordon decidió que lucía mucho mejor que cualquier otra cosa que tenía.
Cuando el barco hubo anclado y su hermana no aparecía por ningún lado, Gordon salió corriendo del barco y fue hasta una sastrería para que le plancharan sin demora su traje. Se introdujo en la primera tienda que encontró, donde el propietario, quien estaba fumando un cigarro, le indicó que fuera a desvestirse a un cuarto de atrás. Cuando el sastre fue en busca del pesado traje de lana de Gordon y lo vio allí parado vistiendo lo que parecía ser otra capa de larga ropa interior de algodón, se sacó el cigarro de la boca y exclamó: "¡Diablos, hombre! ¿Qué viento le ha traído aquí? ¿El del Polo Norte?" Gordon ni siquiera trató de explicárselo.
Antes de partir de Nueva York, Gordon tomó el autobús hasta la calle 116 y caminó luego a través del campus de la Universidad Columbia sólo para ver lo que había dejado atrás y averiguar qué debía hacer para inscribirse. Luego los misioneros fueron a Washington, D.C., y desde allí tomaron el tren hacia el norte hasta Rochester, Nueva York, y el Cerro Cumorah. El presidente Heber J. Grant acababa de llegar allí para inaugurar y dedicar la impresionante estatua de Moroni que ahora se encuentra sobre la cumbre de ese cerro legendario. Unas dos mil personas se habían congregado para escuchar al presidente David O. McKay, Segundo Consejero en la Primera Presidencia, quien pronunció el discurso dedicatorio, y al presidente Grant, quien ofreció la oración dedicatoria. Gordon y sus compañeros presenciaron la ceremonia y asistieron al espectáculo subsiguiente, que fue la segunda representación dramática anual.'
Desde el norte del estado de Nueva York los misioneros tomaron el tren hasta Detroit, donde Gordon tenía que buscar un automóvil sedán Plymouth para su padre, el cual costaba 741 dólares. Ésa era una costumbre que se les permitía a los misioneros. Su itinerario los llevó a través de Illinois, donde hicieron un alto en Cartaghe para visitar la cárcel en la que asesinaron a balazos a José y a Hyrum Smith y luego recorrieron las polvorientas calles de Nauvoo. Desde allí siguieron, tanto como les fue posible hacerlo, la trayectoria de las compañías de vanguardia de los pioneros.
Al manejar hacia Salt Lake City, Gordon pensó que se había cumplido por lo menos una de las promesas de su bendición patriarcal. Se le había dicho que levantaría su voz en testimonio a las naciones de la tierra. Durante aquellos últimos momentos había dado su testimonio en Londres, en Berlín, en París y en Washington, D.C.-cuatro de las grandes capitales del mundo. "Bueno, esa parte de mi bendición se ha cumplido", se dijo a sí mismo.
Pocos días más tarde, después de una reunión con su familia, Gordon programó su cita con la Primera Presidencia de la Iglesia para cumplir con la asignación que le había encomendado el presidente Merrill antes de que partiera de Londres. El martes 20 de agosto, el ex misionero de veinticinco años de edad se presentó ante el presidente Heber J. Grant y sus consejeros, los presidentes J. Reuben Clark, hijo, y David O. McKay.
Ello podría haber sido una experiencia atemorizante, pero Gordon iba animado aún de su confianza como misionero. "Nadie iba a asustarme en esos días", comentó. "Bien podría haber ido a ver la reina con la misma disposición".' Sin embargo, cuando lo llevaron a la augusta cámara donde la Primera Presidencia se había reunido durante décadas y estrechó la mano de cada miembro de la Presidencia, se sintió de pronto atemorizado por las circunstancias en las que se hallaba. El presidente Grant le habló diciendo: "Hermano Hinckley, le daremos quince minutos para que nos diga lo que el presidente Merrill quiere que sepamos".
Gordon describió las preocupaciones que él y el presidente Merrill habían considerado antes de partir de Inglaterra-que los escasos materiales de que disponían los misioneros para cumplir sus labores eran inadecuados y sin atractivo. Después de que Gordon hubo tomado sus quince minutos, la Presidencia empezó a hacerle preguntas. Una cosa llevó a la otra y transcurrieron una hora y quince minutos hasta que el misionero recientemente relevado salió del cuarto.
Desde el punto de vista de Gordon, lo habían recibido cordialmente y se sintió aliviado al cumplir la asignación del presidente Merrill. Según pensaba, realmente su misión había concluido ya y era tiempo ahora
de seguir adelante y planear su futuro-un futuro que, a criterio suyo, incluiría su graduación en periodismo de la Universidad Columbia, lo cual estaba decidido a procurar.
Pero dos días después de su reunión con la Primera Presidencia, Gordon recibió una llamada telefónica del presidente McKay, quien le dijo: "Hermano Hinckley, en una reunión de la Primera Presidencia con los Doce hemos tratado acerca de lo que hablamos durante su entrevista con nosotros. Hemos organizado un comité integrado por seis miembros de los Doce, con el élder Stephen L. Richards como director, para considerar las necesidades que usted ha descrito. Queremos invitarlo a que venga y trabaje con dicho comité".
Gordon no había ni pensado en que su reunión dos días antes se convertiría en una entrevista de empleo. Aunque se sintió atormentado entre la idea de seguir la carrera que había escogido y la de responder a la Primera Presidencia, Gordon consideró la invitación del presidente McKay como un mandamiento y aceptó el cargo. Para comenzar, su posición como secretario ejecutivo del recientemente organizado Comité de Radiodifusión, Publicidad y Publicaciones Misionales era de media jornada, con un sueldo de 65 dólares mensuales.
Preocupado en cuanto a su propia manutención-y la de alguien más, si la ocasión se presentase-luego recibió con agrado un llamado del élder John A. Widtsoe, el Comisionado de Educación de la Iglesia, quien lo empleó para que en horas de la tarde enseñara una clase de seminario en la Escuela Secundaria South por 35 dólares mensuales. 100 dólares por mes eran, por ahora, suficientes. Y así fue que, una vez más, Gordon Hinckley guardó los folletos de la Universidad Columbia en un cajón y tomó un desvío de su planeado rumbo. Esta nueva dirección habría de cambiar su vida para siempre.
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