FE EN CADA PASO

LA BIOGRAFÍA
DE
GORDON B. HINCKLEY





PREFACIO

A nadie que conozca al presidente Gordon B. Hinckley habrá de extrañarle saber que él era la última persona en querer que se publicara esta obra.

Por varios años se opuso a la insistencia de muchos compañeros y familiares y rechazó a varios editores que trataron de persuadirlo a que permitiera la publicación de la historia de su vida. Y aunque finalmente transigió y consintió en colaborar con este proyecto, sin duda que preferiría que su historia No se contara.

Su reticencia se debe a varias razones. Una de ellas es que No le agrada la notoriedad y No cree realmente que alguien tenga necesidad de saber lo que él ha logrado durante las seis décadas de servicio a la Iglesia y a la comunidad. Otra razón es que el hecho de ser descrito en una reseña literaria como algo más de lo que él se considera a sí mismo ha sido muy poco atractivo y un tanto riguroso. "Nadie puede transformar quince centavos en un dólar", me ha dicho más de una vez.

Nunca habré de olvidarme de la reunión que tuve con él después de que leyera las tres primeras partes del manuscrito. Al cabo de una pausa algo incómoda, durante la cual parecía estar buscando la manera adecuada para rebatirme con delicadeza, comenzó a decir: "Estoy hastiado, muy hastiado de leer acerca de Gordon Hinckley. Es demasiado lo que este manuscrito contiene acerca de Gordon Hinckley". Tratando de buscar una respuesta, pensé en decirle: "¿Y a quién cree que debiera referirme en su biografía?", pero No encontré palabras lo suficientemente respetuosas para verbalizar mi pensamiento y me quedé callada.

Fue entonces que recibí el primer sermoncito que, en los meses subsiguientes, habría de repetirme por lo menos una docena de veces. "La adulación es algo venenoso", dijo, recalcando cada palabra. "La adulación ha arruinado a mucha gente buena y No quiero que este libro me describa como algo que No soy".

Finalmente, le respondí: "Presidente, me parece que tenemos aquí un pequeño problema. Usted quiere que yo escriba un libro que diga que usted es simplemente una persona común y corriente".

"Es que lo soy", dijo, interrumpiéndome. "Yo fui un muchacho normal que jugaba con canicas, solía tomarme a los puñetazos con otros muchachos y les metía en un tintero las trenzas a la jovencita que se sentaba adelante de mí en la escuela. No he hecho nada más que tratar de hacer siempre lo que se pedía y de hacerlo de la mejor manera posible. No quiero que haga de mi vida mucho más de lo que realmente ha sido".

Así que tal es mi cometido. Mi personaje No quiso que lo presentara como alguien extraordinario, pero desde el principio me di cuenta de que eso era precisamente lo que él era. George W. Durham II, el hijo del élder G. Homer Durham, cuya amistad con el presidente Hinckley data de los días de su adolescencia, lo resumió con elocuencia al decirme: "No la envidio en absoluto. Se le ha pedido que describa un retrato cuando en realidad se trata de todo un panorama. No puedo imaginar cómo habrá de lograrlo". Ésa fue una afirmación desafiante.

Cierto poeta ha dicho: "Aquí y allá, y de cuando en cuando, Dios pone a un gigante entre los hombres". Y cuánto más notable es cuando ese gigante No se considera como tal a sí mismo, que es lo que sucede con el presidente Hinckley. Por más que he tratado y con todo lo que he investigado, no he podido encontrar nada que sugiera que él es una persona común y corriente.

Por supuesto que ha experimentado los desafíos de la vida mortal. Ha reído y ha llorado, ha padecido sinsabores y logrado triunfos, ha cometido errores y ha sabido esforzarse por corregirlos. También ha mantenido un paso febril, ha conservado la serenidad ante la oposición, ha encarado diligentemente cada asignación que se le ha encomendado y, en general, ha procedido en base a una simple máxima que él mismo ha predicado durante toda su vida: que la única manera de llevar a cabo lo que deba hacerse consiste en doblar las rodillas y orar al Señor pidiéndole ayuda para después ponerse de pie y dedicarse a la tarea.

Fue John Ruskin el que dijo que:

"La mayor recompensa no está en lo que recibimos por nuestra labor, sino en lo que nos convertimos al realizarla".

Si jamás ha habido un verdadero ejemplo de ello, ése es el presidente Hinckley. Cuando llegó a ser el Presidente de la Iglesia, ya había trabajado durante casi seis décadas en las Oficinas Generales de la misma, los primeros veintiún años en relativo anonimato.

Pero ahora, al cabo de treinta y ocho años como Autoridad General y de quince de ellos en la Primera Presidencia, su influencia en cuestiones tan importantes como la obra misional, la construcción de templos, la obra que se realiza en ellos, las finanzas de la Iglesia y los asuntos públicos está muy bien documentada. Su segundo consejero, el presidente James E. Faust, ha sugerido que quizás ningún otro hombre haya llegado a ser Presidente de la Iglesia más ampliamente o mejor preparado para el oficio.

En efecto, no es exagerado afirmar que el presidente Hinckley ha ejercido una extraordinaria influencia en cuanto al progreso del reino del Evangelio que muy pocos han igualado. Y al hacerlo, ha sabido modelar una vida digna de emulación.

En otras palabras, éste es un hombre cuya historia merece ser relatada. El mismo presidente Hinckley dijo una vez que "el prospecto más persuasivo del Evangelio es la vida ejemplar de un Santo de los últimos Días". No dudo que todo lector habrá de encontrar en esta biografía la historia de un hombre cuya vida constituye un prospecto indiscutible del Evangelio.

Esto No quiere decir que el presidente Hinckley haya resultado ser una persona fácil de convencer. Aun me ha parecido ser toda una serie de contrastes. Es un hombre profundamente espiritual y sin embargo no hace ostentación de su testimonio.

Sus colegas afirman que es una persona brillante pero, más que eso, es pragmático y sabio. Su inmenso respeto por el pasado lo relaciona casi de manera tangible con los fundadores de esta dispensación; no obstante, es un hombre vigoroso, No intimidado por reglas convencionales ni por las tradiciones, un verdadero pionero por derecho propio siempre dispuesto a aventurarse en territorios inexplorados.

Tiene pasión por el Evangelio y por la gente, y aun así No es excesivamente sentimental. Tiene un profundo conocimiento de las Escrituras y de la doctrina de la Iglesia, pero compone sus discursos de modo que nunca aflijan o atemoricen a nadie. Es muy elocuente, pero emplea con precaución su lenguaje y de tal manera que No llame la atención en sí mismo.

Toma con seriedad todo lo que hace, pero no es demasiado serio consigo mismo, de ahí que su modesto ingenio atraiga a la gente de cualquier condición social. No sería muy fácil encontrar que alguien haya defendido con mayor diligencia la posición de Presidente de la Iglesia mas, sin embargo, se siente incómodo cuando se le presta indebida atención ahora que ocupa ese cargo. Y aunque posee una gran habilidad natural, nunca se ha entregado a la tendencia humana de gloriarse en su propia fortaleza. Ha centrado su fe en un poder más grande que el suyo propio.

A pesar de toda su renuencia en permitir la realización de este proyecto-demostrando en ello tanto la disponibilidad como la inmensidad de su carácter personal-el presidente Hinckley ha sido accesible y cooperativo en todo momento. Ha leído varios bosquejos del manuscrito, ofrecido sugerencias y hecho correcciones a la vez que me han permitido la libertad de conservar la integridad de esta obra. Estoy muy agradecida por su paciencia, su buen humor y su ejemplo.

Además, todos aquellos que trabajan en la oficina del presidente Hinckley me han sido de gran ayuda. Agradezco en particular a Lowell R. Hardy, su secretario personal, quien ha sabido responder a innumerables pedidos y, al hacerlo, ha contribuido enormemente a este proyecto, y a Debbie Burnett, también de la oficina del Presidente, quien me ha suministrado una interminable cantidad de documentos, transcripciones y otros materiales informativos.

Siento una inmensa gratitud para con la familia Hinckley, especialmente hacia la hermana Marjorie P. Hinckley, quien con tanta voluntad me concedió varias entrevistas y siempre me ofreció su apoyo con gran amabilidad. El presidente Hinckley tiene a su lado una mujer de comparable estatura, fortaleza, convicción y buen humor. Cada minuto que pasé con ella fue verdaderamente placentero.

Los hijos de los hermanos Hinckley-Kathleen Barnes, Richard Hinckley, Virginia Pearce, Clark Hinckley y Jane Dudley-no podrían haber sido más cooperantes, alentadores y pacientes. Cada uno de ellos consintió en mantener entrevistas, me suministró materiales relacionados con la familia y, en general, me proporcionó gran ayuda. Estoy muy agradecida por su amistad. La familia Hinckley es muy especial. A pesar del encandilamiento propio de la popularidad a través de los años, nada ha alterado su sencillez.

Ambos consejeros del Presidente Hinckley, los presidentes Thomas S. Monson y James E. Faust, accedieron a mis entrevistas, como así también cada uno de los miembros del Quórum de los Doce y muchas otras Autoridades Generales. Estoy agradecida por su discernimiento y su ayuda. En especial, expreso mi gratitud al élder M. Russell Ballard, quien ha patrocinado esta obra desde el principio, y al élder Yoshihiko Kikuchi, presidente del Templo de Tokio en la actualidad, quien hizo los arreglos para importantes entrevistas con miembros asiáticos de la Iglesia cuyos lazos de amistad personal con el presidente Hinckley datan de principios de la década de 1960.

Finalmente, agradezco a mis padres, JoAnn y Charles Dew, y a mis hermanos y hermanas quienes con sus respectivas familias constituyen mis más entusiastas alentadores. Tanto ellos como varios de mis íntimos amigos, me han rescatado una y otra vez durante casi dos años, llevando con frecuencia sobre sus hombros parte de mi yugo a fin de que yo pudiera dedicar cada posible minuto extra a un proyecto que, por lógica, requirió una dedicación total. Su apoyo ha sido emocional, espiritual y, a veces, extremadamente práctico. Una simple expresión de agradecimiento no podrá jamás ser suficiente.

Aunque muchas personas me han ayudado de varias maneras significativas e importantes, yo soy la única autora de esta biografía y en consecuencia asumo completa responsabilidad por esta interpretación de la vida del presidente Hinckley.

Lo que he aprendido acerca del presidente Hinckley durante este proyecto abarca varias fases. He leído cada una de las páginas de su diario personal, lo cual me proporcionó una incomparable idea de sus actividades, motivos y sentimientos. A través de unas treinta entrevistas le hice innumerables preguntas sobre cada aspecto de su vida, preguntas que él siempre contestó con candidez y consideración.

Yo le he visto personalmente animar a los misioneros e inspirar a los miembros en media docena de países, como así también presidir o dirigir las ceremonias dedicatorias de dos templos en cada una de las cuales habló sin la ayuda de notas declarando diferentes mensajes. Su preparación y sus geniales expresiones se han puesto de manifiesto al ser entrevistado por periodistas en muchos países y ha sabido explicar la obra de la Iglesia a reporteros que No eran miembros de ella, y a otros que ni siquiera eran cristianos, sin ánimo de predicarles, de serles condescendiente o de manifestar arrogancia. Yo le he escuchado orar en un país donde ninguno de sus anfitriones era cristiano y hacerlo de una manera que suscitó el agradecimiento y el evidente respeto de ellos.

Yo he presenciado el inmenso afecto que siente por los pueblos del mundo, como asimismo el amor que ellos le han manifestado a él. He leído miles de páginas de los discursos, artículos y libros que él ha escrito durante los últimos sesenta años y he podido percibir cuán espiritualmente sagaz era cuando, como misionero, solía escribir a mediados de la década de 1930 para el Millennial Star, así como también me ha maravillado la amplitud y profundidad de la sabiduría de sus consejos en años más recientes. Aprovechando esas experiencias y los esfuerzos de mi investigación, he tratado de poner en palabras la vida del presidente Hinckley.

Probablemente alguien me preguntará si esta biografía es un tratamiento ecuánime. A tal pregunta yo, sin disculparme y con sencillez, respondo que "No". En primer lugar, dudo que tal proeza sea posible. Muchos biógrafos se abocan a la difícil tarea de seleccionar y asimilar toda una montaña de informaciones para decidir entonces cuánto material abreviado tendrían que incluir.

A la misma vez, determinan en cuanto a las contribuciones, los sueños, las aspiraciones y aun los propósitos que motivan a los personajes de sus obras. En todo esfuerzo biográfico, tal responsabilidad es algo muy serio-pero cuando el personaje es el Presidente de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los últimos Días, eso implica una sagrada obligación. Teniendo esto en cuenta, reconozco que ha sido imposible para mí separar de esta obra mi básica creencia personal de que, en tanto que admiro al presidente Gordon B. Hinckley y considero que es un hombre extraordinario, tal opinión es superada por mi convicción de que él es aún mucho, mucho más que eso.

Aunque fuéramos a evaluarlo basándonos solamente en una lista de realizaciones, el presidente Hinckley ocuparía un lugar preponderante entre los grandes contribuidores del mundo. Pero todo lo que él ha hecho, todo lo que ha experimentado-en fin, todo lo que a él respecta-da testimonio de que No se trata simplemente de un hombre de éxito. Más bien, éste es un hombre que el Señor ha cuidado y conservado durante toda su vida, un hombre cuya labor transciende su curriculum vitae, un hombre que fue preordenado para asumir una gran responsabilidad y que ha sido refinado, preparado y alistado por un Tutor Divino para ocupar el cargo que hoy desempeña y cuyo programa ha sido completo e integral. Dicho sencillamente, el presidente Gordon B. Hinckley es un Profeta de Dios.

Una presidenta de Sociedad de Socorro de California me contó una vez acerca de un grupo de mujeres No miembros de la Iglesia con quienes salía a caminar todas las mañanas. Una de ellas era una persona muy amable que se lamentaba profundamente en cuanto a los problemas sociales y la decadencia moral.

Cierta mañana, a medida que se esforzaban cuesta arriba por una colina, aquella mujer se refirió a un problema que parecía No tener solución. De pronto, en medio de la conversación, se dirigió a la presidenta de la Sociedad de Socorro y dijo: "¿Sabe usted lo que este mundo necesita? Necesitamos un profeta.

Tal como en las épocas bíblicas. Necesitamos a alguien que nos explique este embrollo que hemos creado aquí abajo, alguien que hable con Dios". Mi amiga suspiró profundamente y se quedó en silencio por un breve momento antes de responderle: "Nosotros tenemos un profeta. Y él se comunica con los cielos".

Los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, quienes creen que el presidente Hinckley es un Profeta de Dios, hacen esta significativa pregunta: ¿Qué más da que haya un profeta en la tierra? Una experiencia que tuve durante la preparación de esta biografía grabó en mi alma esta pregunta y su respuesta.

Yo he disfrutado la bendición de tener un testimonio del Evangelio durante toda mi vida. A través de los años, los susurros que me ha dado el Espíritu han sido muy dulces y alentadores. Aunque he vivido momentos de desaliento, soledad y dificultades, nunca he sentido el peso del descreimiento y siento una gratitud indescriptible por el don del testimonio. Yo sé que José Smith fue un Profeta.

He caminado por la Arboleda Sagrada y entrado al pequeño cuarto en el segundo piso de la Cárcel de Carthage donde él selló su testimonio con su sangre. En esos lugares y en muchos otros, he recibido una confirmación de que la obra que él ayudó a restaurar es la obra del Maestro.

Nunca, sin embargo, había sentido yo tanta gratitud por los profetas actuales como desde el día en que, pocos meses atrás, recibí un llamado telefónico temprano en la mañana con la horrible noticia de que mi hermano menor acababa de fallecer a consecuencia de una ataque cardíaco.

Nunca se me había ocurrido pensar que en mi existencia en este mundo la compañía de mi vigoroso y aparentemente saludable hermano de treinta y nueve años de edad iba a, ser tan breve. Siempre pensé que íbamos a envejecer juntos, disfrutando de las bromas, la camaradería y el respeto mutuo que caracterizaba nuestra relación. Pero No había de ser así.

El fallecimiento de mi hermano ha causado un vacío indescriptible en mí. Ésa es la parte más difícil. Pero también me ha hecho pensar profundamente en cuanto a la fe que he abrigado durante toda mi vida, porque en los momentos de angustia que resultan de tales experiencias uno llega a descubrir las cosas en las que realmente cree-y esas creencias nos fortalecen o nos engañan.

¿Qué más da el saber que en la actualidad tengamos un profeta que preside en el reino del Señor, restaurado hoy en la tierra? Tiene mucha importancia. Una de las primeras cosas que pensé después del fallecimiento de mi hermano Steve fue en lo inmensamente agradecida que estoy por el profeta José Smith, por cuyo intermedio se restauró el Evangelio con un total entendimiento del plan de nuestro Padre Celestial. ¡Cuán agradecida estoy por saber que la vida tiene un propósito, que No termina en el sepulcro y que se han restaurado sagradas ordenanzas que se extienden más allá de nuestra esfera terrenal y nos unen para siempre a nuestras familias! ¡Cuán reconfortante es, en un mundo de "inestables valores morales", como el presidente Hinckley ha descrito repetidamente el ambiente actual de moralidad, estar aferrados a la sólida roca de fundamentos morales y teológicos que No fluctúan con los años, las tendencias u opiniones políticas del momento! ¡Cuán alentador es saber que los cielos están abiertos, que Dios No nos ha abandonado y que se comunica con los que acuden a Él! ¡Cuán trascendente es el don de saber que Jesucristo, el Creador de este mundo, está a la cabeza de esta Iglesia y que Su misión, y en realidad la razón misma de Su existencia, es ayudamos para que regresemos a una esfera más sagrada! Y qué privilegio es ser dirigidos por un Profeta que se comunica con los cielos y cuyas súplicas y admoniciones nunca denotan la más mínima muestra de interés propio, predilección personal o impostura.

Tal como el presidente Hinckley lo ha dicho muchas veces, si tenemos un Profeta, lo tenemos todo, y si No, nada tenemos. Mi convicción es que José Smith vio lo que dijo haber visto en aquella arboleda en el norte de Nueva York, y que él fue un instrumento en las manos del Todopoderoso para restaurar el Evangelio en la tierra. Y al haber tenido yo el privilegio de estar frecuentemente en la presencia del actual Presidente de la Iglesia y podido explorar en detalle su vida, declaro sin vacilar que también él es un Profeta, que toda su existencia da testimonio de su bondad, su preordenación y su preparación para dirigir la Iglesia en estos días.

Ciertamente, lo tenemos todo una guía segura, una voz clara y un siervo ecuánime cuyo único objetivo es llevar almas a Cristo.

"No tengo ninguna duda en cuanto a que el hombre que llega a ser el Presidente de la Iglesia ha sido educado y disciplinado por el Señor durante largo tiempo para tal responsabilidad", dijo el presidente Hinckley hace ya más de diez años. "En dicho proceso, No se le quita la individualidad, sino que más bien se le agudiza. El Señor capacita y disciplina al hombre. Pone a prueba su corazón y su misma esencia. Y mediante un proceso natural, lo dirige, lo adelanta a través del Quórum de los Doce hasta que llega a ser el Apóstol mayor quien, cuando muere el Presidente, pasa entonces a ser el Presidente de la Iglesia. No hay tal cosa como una campaña electoral, sino solamente el silencioso proceder de un plan divino que proporciona un liderazgo inspirado y comprobado. El Señor está a la cabeza de esta obra y el Presidente de la Iglesia es un instrumento en Sus manos para llevarla a cabo y fortalecer Su reino".

Es esta jornada la jornada de la vida del presidente Gordon B. Hinckley, el más singular de todos los hombres comunes y corrientes lo que me he propuesto a relatar.



RECONOCIMIENTOS

Aunque para escribir un libro de esta naturaleza es necesario hacerlo en plena soledad, su publicación ha sido una tarea de equipo.

Las exigencias del tiempo hicieron que fuera imposible para mí llevar a cabo por mí misma toda la investigación primordial. Ariel Silver, Camille Lots, Joan Willes Peterson y Blake Johnson me ayudaron, cada uno de ellos, en varios aspectos de esta importante función. Siendo que determinadas partes de mi investigación requirieron que viajara a otros países, estoy muy agradecida a Peter Trebilcock, de Preston (Inglaterra), Hanno Luschin, del Templo de Preston (Inglaterra), el presidente Pak Byung Kyu, de Seúl (Corea), y David Fewster, de las Filipinas. También agradezco a Bruce Olsen, Director General del Departamento de Asuntos Públicos de la Iglesia, por haberme ayudado a coordinar importantes entrevistas y tener acceso a conferencias de prensa.

Compañeros de confianza leyeron varias versiones o secciones del manuscrito. Agradezco las constructivas opiniones y las provechosas ideas que recibí de Eleanor Knowles, Robert L. Millet y Richard Turley.

Finalmente, estoy inmensamente agradecida por el apoyo que he recibido de mis colegas en Deseret Book. Ron Millet, nuestro presidente, me ha alentado y reconfortado desde el principio. Aprecio inmensamente sus expresiones de estímulo. Mis colegas vicepresidentes Gary Swapp, Keith Hunter y Roger Toone me han brindado gran respaldo y entusiasmo. Y el personal del Departamento Editorial supo acudir a mi rescate una y otra vez. En particular, agradezco a Jack Lyon por su constante optimismo, a Suzanne Brady por su gran capacidad técnica como editora, a Anne Sheffield por su sagacidad en supervisar eficazmente la producción de esta obra tan compleja, y a Elsha Ulberg por brindarme su continua colaboración. Mayormente, quiero expresar mi más sincera gratitud a Emily Watts, mi editora, a Kent Ware, nuestro director gráfico, y a Tonya Facemyer, nuestra tipógrafa, quien procesó miles de cambios y correcciones. Estas tres personas convirtieron el manuscrito en un producto total y, al hacerlo, dieron forma a un libro mucho mejor de lo que, de otra manera, podría haber sido. Estoy agradecida no sólo por sus excelentes aptitudes profesionales, sino también por su paciencia, perseverancia y amistad.





INDICE

C A P Í T U L O 1 ¡ADELANTE!
C A P Í T U L O 2 DE PEREGRINOS A PIONEROS
C A P Í T U L O 3 NACIMIENTO Y ADOLESCENCIA
C A P Í T U L O 4 EL MUCHACHO SE CONVIERTE EN HOMBRE
C A P Í T U L O 5 UNA MISION Y MAS ALLÁ
C A P Í T U L O 6 PONIENDOSE EN CAMINO: COMIENZAN LAS DIFICULTADES
C A P Í T U L O 7 MARJORIE Y EL ARTE DE FORMAR UN HOGAR
C A P Í T U L O 8 LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL Y SUS CONSECUENCIAS
C A P Í T U L O 9 EN LA LINEA DE FUEGO
C A P Í T U L O 1 0 LA VIDA CON PAPÁ
C A P Í T U L O 1 1 TEMPLOS PARA CUBRIR LA TIERRA
C A P Í T U L O 1 2 AYUDANTE DE LOS DOCE
C A P Í T U L O 1 3 EL OCCIDENTE SE ENTRELAZA CON EL ORIENTE
C A P Í T U L O 1 4 EL OUORUM DE LOS DOCE
C A P Í T U L O 1 5 EL PROGRESO EN ASIA
C A P Í T U L O 16 NUEVAS TIERRAS NUEVOS DESAFÍOS
C A P Í T U L O 1 7 CONSTANCIA EN LOS CAMBIOS
C A P Í T U L O 1 8 LA IGLESIA PROGRESA
C A P Í T U L O 1 9 LA PRIMERA PRESIDENCIA
C A P Í T U L O 2 0 SIEMPRE ADELANTE SIN DAR PASO ATRAS
C A P Í T U L O 2 1 PRIMER CONSEJERO
C A P Í T U L O 2 2 SE ABREN NUEVAS PUERTAS
C A P Í T U L O 2 3 PRIMER CONSEJERO POR SEGUNDA VEZ
C A P Í T U L O 2 4 PRESIDENTE DE LA IGLESIA
C A P Í T U L O 2 5 DE LA LUZ A LA OBSCURIDAD
APENDICE
RESEÑA HISTORICA
NOTAS Y FUENTES DE INFORMACION

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