C A P Í T U L O 1 7
El élder y la hermana Hinckley estaban comprobando cuán verdadero es el adagio de que nada es tan constante como el cambio en las cosas. A principios de 1973 se propaló la noticia de un significativo.y por largo tiempo esperado evento internacional. El 23 de enero, el presidente norteamericano Richard M. Nixon anunció que se había llegado al acuerdo de cesar las hostilidades en el conflicto entre los Estados Unidos y Vietnam y que las tropas militares emprenderían el regreso al país. "Por cierto que tenemos razón para regocijarnos ante las circunstancias", escribió el élder Hinckley en su diario personal al pensar en los miles de soldados miembros de la Iglesia que había conocido durante esos años-tanto los que estaban regresando como aquellos cuyas familias nunca verían otra vez. Sólo esperaba que, algún día, las semillas sembradas por la obra misional en esos largos años de contienda dieran sus frutos.
Otras tendencias afectaban a la sociedad, cuyas normas morales parecían estar cambiando. Cuando la Corte Suprema dio su fallo en el caso llamado Roe versus Wade, permitiendo a una mujer el derecho al aborto en el primer trimestre de su embarazo, el presidente Lee llamó a su oficina a los élderes Benson, Hinckley y Monson para tratar con la Primera Presidencia si la Iglesia debía responder y cómo. Después de considerar la posibilidad de dar a publicidad una declaración que habría de oponerse a la decisión de la Corte, el élder Hinckley sugirió una medida de alternativa:
En vez de dar la impresión de estar censurando el poder judicial, la Iglesia podría simplemente reiterar su posición. Una acción tal reafirmaría a los miembros de la Iglesia que la doctrina no había cambiado sin llegar a reprender el tribunal superior de la nación. El élder Hinckley temía haber excedido sus límites con tan definida proposición a la Primera Presidencia, pero se sintió aliviado cuando el presidente Lee dijo estar de acuerdo y le expresó su aprecio por ello.
Era cosa común que el presidente Lee incluyera al élder Hinckley en varias de sus deliberaciones. Uno de los temas sobre los que lo consultaban con regularidad era la obra del templo. El élder Hinckley servía entonces como director del comité encargado de los templos, responsabilidad que requería mucha dedicación y dinamismo. A pesar de su experiencia al haber participado afanosamente en ese departamento, no tenía siquiera "idea en cuanto a tantas cosas que demandan atención" en los templos. Además de otras cosas, se interesaba en algo que lo había preocupado por muchos años-el hecho de que millares de miembros vivían a grandes distancias del templo más cercano.
Fueron demasiadas las veces en que había organizado estacas en varios lugares del mundo en las cuales muy pocos de los miembros entrevistados para ocupar posiciones de liderazgo habían entrado al templo. Se preguntaba entonces si no sería posible construir templos más pequeños y menos costosos a fin de aumentar su número en todo el mundo.
Aun conversó con el presidente Lee al respecto. "¿No son acaso los miembros de Sudamérica... tan dignos de las bendiciones del templo como la gente en Washington?", comentó el élder Hinckley en una parte de su diario personal?3 Tiempo después escribió: "La Iglesia podría construir [muchos pequeños] templos por lo mismo que cuesta el Templo de Washington [que entonces se hallaba en construcción]. Llevaría así los templos a la gente en vez de que la gente tenga que viajar largas distancias para ir a ellos".
El presidente Lee había designado al élder Hinckley para que asistiera a una conferencia de jóvenes en Johannesburgo, Sudáfrica, y le sugirió que regresara vía Sáo Paulo a fin de buscar allá posibles terrenos para un templo. En consecuencia, los Hinckley partieron para Sudáfrica en mayo de 1973 y disfrutaron inmensamente esa experiencia. En los tres días que permanecieron allí, el élder Hinckley habló catorce veces y al concluir la última reunión escribió: "¡Cuán maravillosa ha sido para nosotros la experiencia de encontrarnos aquí en Sudáfrica entre fieles Santos de los últimos Días! El país es hermoso, pero su gente es más hermosa aún. Mi corazón se allega hacia ellos".
Desde Johannesburgo, los Hinckley realizaron el largo viaje a través del Atlántico Sur con rumbo a Sáo Paulo. Después de explorar en busca de lugares para un templo, el élder Hinckley regresó a Salt Lake City entusiasmado no sólo en cuanto a las posibilidades de edificar una Casa del Señor en Brasil sino también por la pauta que tal proyecto establecería en todo el mundo.
Ese verano, participó en una conferencia de área en Munich y un mes después describió así cómo lo había impresionado dicha conferencia: "Fue una extraordinaria experiencia estar en aquel estadio olímpico y contemplar los rostros de 14.000 Santos de los Últimos Días congregados allí procedentes de casi toda Europa. Dos días antes, yo me había reunido con los misioneros de la Misión Alemania Sur y presentí en ellos cierto desaliento...
Como resultado de todos sus esfuerzos, sólo habían conseguido un converso aquí y otro allí... Pero cuando vi a esa gran multitud de santos en Munich, reconocí los frutos de su fe... Vi a cada hombre, mujer y niño allí presentes llamar a mil puertas... Escuché las oraciones, las súplicas de los misioneros para que se les guiara a alguien que estuviera dispuesto a aceptar la verdad. Vi a esos misioneros andar por una calle tras otra en medio de crudos inviernos y sofocantes veranos... Cuando contemplé aquella vasta congregación, supe que la fe había sido recompensada y que... se había producido un milagro".
En medio de todos los viajes realizados por el élder Hinckley y su esposa, era maravilloso reunirse con su familia cuando les era posible. La familia en pleno se reunió en Salt Lake City con motivo del casamiento de Clark con Kathleen Hansen en el Templo de Salt Lake, en el que ofició el élder Hinckley al día siguiente de la conferencia general de octubre de 1973. Con cuatro de sus cinco hijos ya casados, él y Marjorie sólo esperaban que Jane, quien pronto cumpliría veinte años de edad, tuviera la misma fortuna de encontrar su propio compañero. En una ocasión, escribió: "Recuerdo cuando nació Jane. Calculé que cuando ella cumpliera veinte años de edad, yo tendría sesenta y tres. Ésa me parecía mucha edad en aquella época, pero esos años han pasado rápidamente y aunque estoy aproximándome a los sesenta y tres, todavía me siento joven de espíritu".
Ese año, Jane pasó la Navidad con la familia de Dick en el sur de California, así que Gordon y Marjorie celebraron una apacible festividad en su hogar. La serenidad de la temporada fue interrumpida, sin embargo, a la noche siguiente cuando, casi a las 9:00, sonó el teléfono. Era Wendell Ashton que lo llamaba con una noticia difícil de creer: El presidente Lee acababa de fallecer.
Los Hinckley quedaron atónitos. Al presidente Lee se le había visto agotado unos pocos días antes, pero no tanto como para preocuparse demasiado. "¡Qué terrible sorpresa es ésta!", escribió el élder Hinckley. "Es increíble... Nada menos que él, cuando pensábamos que viviría mucho tiempo por ser tan vigoroso. Había sido presidente por menos de dieciocho meses, pero dejó una marca indeleble en la Iglesia. Lo extrañaremos mucho, pero es evidente que el Señor lo llevó por algún propósito que sólo Él conoce".
Habiéndosele invitado a hablar en el funeral, el élder Hinckley suplicó recibir la inspiración para decir algo digno de su líder y profeta. Una congregación que colmó el Tabernáculo presenció un inspirado servicio durante el cual el élder Hinckley habló acerca de su especial asociación con el presidente Lee y se refirió en cuanto al difunto líder como un humilde, benevolente y fiel sirvo de Dios.
En la tarde siguiente, los catorce apóstoles llegaron en ayunas al Templo de Salt Lake. Después de tomar la Santa Cena, cada uno de ellos expresó su convicción de que el Señor había hablado y que Spencer W. Kimball debía ser ordenado Presidente de la Iglesia. El presidente Kimball eligió entonces a N. Eldon Tanner y a Marion G. Romney como su primer y segundo consejero respectivamente. Por tercera vez en los últimos cuatro años, el élder Hinckley participó en esa solemne ocasión. "Es maravillosa la manera en que la Iglesia... pasa en una transición de esta clase sin siquiera un parpadeo", escribió esa misma noche en su diario personal. "Ninguna otra organización en toda la tierra puede hacer lo mismo. Presenciar un cambio de esa naturaleza constituye un innegable testimonio de la divinidad de esta obra".
Debido a otra razón, diciembre de 1973 fue un mes que ni el élder ni la hermana Hinckley habrían de olvidar: Ésa fue la última Navidad que celebraron en su casa de East Millcreek.
El élder Hinckley se había encariñado, desde su niñez, con dicho suburbio y encontraba sosiego en trabajar la tierra. Le encantaba cavar el suelo con la pala, ver correr el agua por una acequia y podar con tijeras los ingobernables arbustos.
A fines de 1972, él y Marjorie adquirieron una parcela en la subdivisión Ensign Downs, a un kilómetro del centro de Salt Lake City. En los terrenos de su alrededor se habían estado construyendo algunas casas y reconocieron que pronto quizás tendrían que hacer algo con ese "pastizal" que poseían. "No me agradaba en absoluto salir de East Millcreek", comentó en el otoño de 1972, "pero estimo que sería conveniente que construyamos un nuevo hogar y vivamos más cerca de mi oficina. Prestaríamos un servicio mucho mejor al Señor si no tuviésemos que perder tanto tiempo viajando de aquí para allá y trabajando en la vieja casona. No es una decisión fácil, pero supongo que uno de estos días tendremos que armarnos del valor para hacerlo".
A principios de 1973, decidieron que no podían ya postergar la mudanza. Los años pasaban y, en realidad, las tareas del élder Hinckley en las oficinas generales de la Iglesia continuaban aumentando. Era lógico que viviera más cerca de su oficina y del aeropuerto. Con renuencia salieron a ver algunos terrenos y aun inspeccionaron unos condominios, pero descartaron la idea de mudarse a un "gabinete de archivo". Finalmente, y aunque no le entusiasmaba la posibilidad de volver a trabajar en un jardín, decorar y envolverse en cada tarea pertinente a la construcción de una vivienda, el élder Hinckley diseñó una casa a edificarse en su parcela de Ensign Downs. Aun cuando se habían excavado ya los cimientos y colocado las primeras planchadas de cemento, él y Marjorie no estaban todavía muy seguros de que si se mudarían allí o venderían esa casa cuando la terminaran de edificar.
Era ya el mes de septiembre y aún vacilaban. En su diario personal, él escribió: "[Todavía nos preguntamos] si no es una locura mudarnos-abandonar nuestros árboles y nuestro césped y un millar de recuerdos que acumulamos con sudor y lágrimas durante treinta y dos veranos para entonces comenzar a plantar de nuevo a nuestra edad". Era algo casi intolerable para él pensar en vivir en un lote sin árboles. También escribió: "Me imagino que una vez que el lugar tenga un jardín será muy atractivo, pero los árboles no crecen en un día".
Después de un mortificante período de indecisión, decidieron que no habría un momento mejor para efectuar el cambio y lo iniciaron a principios de febrero de 1974. Marjorie empacó un sinnúmero de cajas, afirmando que ahora entendía lo que sería tener que prepararse para morir y sepultarse uno mismo. Todas las cosas estaban cargadas de recuerdos. Esa casa había sido su hogar durante casi toda su vida de casados y resultaba imposible imaginar que vivirían en otro lugar. Salir de East Millcreek resultó ser más fácil, sin embargo, cuando un amigo de la familia convino en alquilar la casa; oportunamente, abandonaron para siempre la idea de venderla y continuó siendo propiedad de la familia para ser más tarde (otra vez) remodelada a fin de satisfacer las necesidades de otras personas.
Aunque la casa en Capitol Hill era de su propio diseño, a los Hinckley les llevó tiempo acostumbrarse a vivir en ella. Y teniendo aún cajas sin desempacar, a mediados de febrero partieron con rumbo a Japón. Una vez más, el élder Hinckley había sido asignado a supervisar la obra en el Oriente y ése era, en los últimos cuatro años, su primer viaje a aquella región. Tanto él como su esposa estaban ansiosos por saludar a sus viejos amigos y aparentemente sus anfitriones japoneses se sentían de igual manera, porque después de pasar por la aduana en Tokio, los esperaba un numeroso grupo de miembros sosteniendo letreros que decían: "Bienvenidos, élder y hermana Hinckley". ¡Qué reconfortante, después de los recientes trastornos que habían padecido en Salt Lake City, fue para ellos sentirse bienvenidos y como en su propia casa al otro lado del mundo!
Al día siguiente, el élder Hinckley describió así cuán deleitable era encontrarse de regreso en el Oriente: "Algo tintinea en mis huesos esta mañana al encontrarme en Japón visitando a los miembros y a los misioneros. He estado aquí muchas veces, ya sea enfermo o con salud, con pena y con regocijo. Y ahora me parece que aquellos primeros días obscuros han quedado atrás y que la Iglesia descansa sobre firmes cimientos". Tales sentimientos parecían ser recíprocos. Después de una reunión en cierto barrio de Tokio, escribió: "Nunca he recibido una bienvenida tal... Al terminar la reunión fuimos literalmente asediados. La gente se empujaba tanto para acercarse a nosotros que tuvimos temor de que alguien se lastimara. Cuando al fin salimos de allí, me sentía tan cansado e incómodo que apenas podía mantenerme de pie".
A pesar del gozo que sentía al regresar a Asia, el élder Hinckley notó un lamentable síntoma: muchos conversos estaban dispersándose. "Son muchos los que entran por una puerta y se van por otra", comentó en voz alta.
Uno de sus propósitos más significativos en este viaje era encontrar un terreno para edificar un templo en Tokio. Después de visitar varias propiedades y considerar diversos elementos, desde los medios de transporte hasta la disponibilidad de alojamiento para los miembros que acudieran de otras partes de Asia, el élder Hinckley regresó a Salt Lake City con una recomendación a la Primera Presidencia. Como director del comité encargado de los templos, siempre pensaba en diferentes maneras para que los miembros de la Iglesia en todo el mundo pudieran tener un acceso más inmediato a las ordenanzas del templo, y las posibilidades de construir un templo en Japón era, para él, algo maravilloso.
Durante el verano, conversó con el presidente Kimball acerca de la posibilidad de construir dos templos más en Estados Unidos-uno en la región noroeste, quizás en Seattle (Washington) y otro en Atlanta (Georgia). Entonces se le designó para que buscara terrenos en ambas localidades, y al aproximarse la fecha en que se completaría la construcción del magnífico templo de Washington, D.C., fue a la ciudad capital estadounidense a fin de revisar los detalles para la recepción y los servicios dedicatorios.
Después de que se instalara la piedra angular en el mes de septiembre, un gran número de miembros del Congreso, invitados especialmente, visitaron el edificio. Al día siguiente, comenzaron a llegar varios diplomáticos a quienes se les brindaron giras individuales, ocasión que permitió al presidente Kimball, al presidente Romney y al élder Hinckley conversar personalmente con cada uno de ellos. El élder Hinckley pudo hacerles, en cada caso, algún comentario acerca de su respectivo país y su gente.
Para cuando la Primera Presidencia y otras Autoridades Generales, incluso el élder Hinckley, regresaron en noviembre a Washington, D.C., para la dedicación del nuevo templo, habían visitado ese blanco y refulgente edificio unas 750.000 personas. La noche de su llegada, el élder Hinckley despertó con una fiebre altísima. Al día siguiente debió permanecer en cama. Cuando el presidente Kimball se enteró de ello, mandó de inmediato al Dr. Russell M. Nelson, quien acompañó al élder Hugh B. Brown en su viaje a Washington, para que lo examinara. El Dr. Nelson presintió que se trataba de una infección y llevó al paciente al Centro Médico Georgetown. Así fue que en el primer día de la dedicación, mientras las Autoridades Generales disfrutaban de una magnífica experiencia espiritual, el élder Hinckley debió someterse a una serie de examinaciones, las cuales confirmaron el diagnóstico del Dr. Nelson. Fue llevado entonces de vuelta al hotel para que se recuperara y después de dos días de convalecencia, se sintió suficientemente bien para asistir a una sesión y aun para dar un discurso al concluir la dedicación."
En tanto que se hallaban en esa región, Marjorie había planeado con su hija Jane visitar a Clark y Kathleen, quienes vivían en la ciudad de Nueva York, pero no se sentía muy cómoda con que su esposo viajara a Salt Lake encontrándose en tan débil condición. Él insistió en que no alteraran sus planes y regresó a su casa por sí mismo el día del cumpleaños de Marjorie. Pensando en ella, escribió: "Hoy cumple sesenta y tres años, pero está llena de vida, de amor y de alegría. Todos los que la conocen parecen amarla porque ella demuestra un interés genuino por la gente. Se interesa en los problemas y las necesidades de toda persona. ¡Cuán afortunado soy de tenerla como compañera!"
Marjorie se las entendía muy bien con el estilo de vida que le imponían las asignaciones que su esposo recibía de la Iglesia. Cuando se trataba de criar a la familia y mantener a todos en estrecho contacto a pesar de las distancias, soportaba de buen ánimo la carga. El resplandor de la fama, las ausencias prolongadas, los viajes rigurosos, la postergación de la celebración de los cumpleaños y aniversarios, las fiestas pasadas en obscuros rincones del mundo, el tener que aclimatarse a los cambios entre una región y otra-en todas éstas y muchas otras circunstancias ella había apoyado a su esposo sin vacilar. No tenía problema en quedarse en casa, especialmente cuando sus hijos eran jóvenes, mientras él viajaba de un país a otro, y sin embargo aceptaba también con entusiasmo los agotadores viajes durante los cuales solamente le tocaba a veces permanecer en capillas, hoteles y aeropuertos.
Marjorie había aprendido a estar lista para hablar sin preparación, porque su esposo rara vez se lo advertía con antelación. Pero siempre respondía, aun ante tales circunstancias, con característico buen humor. "¿Qué harían ustedes si estuvieran casadas con un hombre como éste?", solía preguntar a la congregación después de que él le diera unos pocos segundos para que empezara a hablar. "Es evidente que él mismo no sabe todavía lo que quiere decirles, y por esa razón me ha pedido que yo haga uso de la palabra", seguiría diciendo, haciendo que la congregación se echara a reír. Por su parte, el élder Hinckley parecía esperar siempre sus bromas inocentes y la gente disfrutaba ese sentido del humor que les revelaba cuán cordiales y tratables eran los dos. Él apreciaba también la eficacia con que ella se presentaba ante una audiencia y frecuentemente escribía en su diario personal todos los comentarios sobresalientes de su esposa.
Ella también había aprendido a tolerar las peculiaridades de su esposo, una de las cuales era su tendencia a tomar decisiones de último momento en cosas tales como un viaje al extranjero. Cierto incidente se convirtió en una leyenda de la familia. La noche antes de que partiera con rumbo a una de sus giras asiáticas, él no se había decidido todavía si ella iba a acompañarlo en el viaje o no. Cuando Marjorie le preguntó finalmente si debía o no salir con él a la mañana siguiente, el élder Hinckley le respondió con algo de impaciencia: "¿Tenemos acaso que decidirlo en este mismo instante?"
cA muchas mujeres les habrían trastornado tales indecisiones e inconveniencias, pero hacía mucho tiempo que Marjorie había decidido pasar por alto esas efímeras molestias como lo que en realidad eran: efímeras. Verdaderamente, sabía que ser la esposa de una Autoridad General requiere poseer una rara combinación de firme independencia y constante apoyo.
Había momentos en que habría querido reírse cuando le preguntaban qué tal era estar asada con un líder de la Iglesia, como si eso la convertía en algún tipo de personaje célebre. Si usted se lo imaginara, pensaba por lo general, sabiendo muy bien que solamente otras mujeres en las mismas circunstancias podrían entender las ironías, oportunidades, desafíos y bendiciones inherentes a su modo de vivir.
A pesar de las exigentes responsabilidades que con regularidad les enviaban a recorrer el mundo, tanto el élder Hinckley como su esposa hacían muchos sacrificios para mantenerse cerca de sus hijos y nietos, quienes vivían en diversas partes del país. Cuando viajaba con su esposo, Marjorie solía salir lo más temprano posible a fin de visitar las ciudades donde vivían sus hijos. Él hacía lo mismo, tomando a veces un prolongado desvío en su ruta (si ello no significaba un aumento de costo en los pasajes de avión) para pasar siquiera unas horas con la familia. Con el transcurso del tiempo, Marjorie envió a sus nietos cientos de tarjetas postales desde cada rincón del mundo y docenas de cartas a los miembros de su familia. Llevaba siempre consigo una libreta en los aviones, a las reuniones y aun de una habitación a otra cuando permanecía en su casa.
Después de que Kathy y su familia se mudaron a Hawai, Marjorie acostumbraba a hacer llamadas telefónicas de larga distancia, confesando luego: "Este sistema de marcar directamente el número a Hawai probablemente llegue a arruinar permanentemente mi presupuesto doméstico. Es una tentación muy grande y después de razonarlo por dos o tres días, cedo al impulso de discarlo. He encontrado un buen justificativo y es que, como familia constituida solamente por dos personas, no gastamos nada en diversiones, así que ése es dinero que gastaría en entretenimientos... Disfruto cada uno de sus caros minutos". Y cuando el élder Hinckley le trajo una carta de Kathy que había recogido al pasar por Hawai, le escribió inmediatamente diciendo: "Gracias por la carta que me enviaste con papá. Me ahorró varias horas de tratar en vano de saber lo que realmente estaba sucediendo allá en el [Océano] Pacífico".
Por cierto que el élder Hinckley nunca sentía mayor felicidad que al estar en compañía de su familia. Él y su esposa parecían estar siempre al tanto de las mayores decisiones y de los problemas que cada uno de sus miembros encaraba. Marjorie, en particular, oficiaba como la médula familiar. Se mantenía informada en cuanto a las actividades de cada uno--qué estaban haciendo sus nietos en la escuela, con quiénes se asociaban, quién viajaba a dónde, quién de sus nietos iría a dormir con ellos, y cuál de ellos necesitaba un poco más de atención.
Tanto los miembros de la familia como los amigos recurrían a ella porque sabía cómo ayudarles a sentirse bien consigo mismos. Ella vivía preocupándose por todos, sin embargo, y sus hijos bromeaban diciéndole que encabezaba "la lista de las madres alarmistas". Pocos meses antes del casamiento de Clark, por ejemplo, se afligía conjeturando que Jane (quien era todavía muy joven) estaba enamorada pero que Clark (quien estaba próximo a graduarse de la universidad sin haber encontrado una esposa) no lo estaba. Poco después, Clark se enamoró de Kathleen y se casó con ella, y luego Jane contrajo su compromiso matrimonial con Roger Dudley. Esa nueva circunstancia-la inminente boda de su hija menor-indicaba ser un momento crucial. Según lo describió el élder Hinckley: "Un hombre comienza a sentirse viejo y entregarse a los recuerdos cuando se preocupa mucho porque sus hijos crecen y se van".
Cuando los miembros de la familia se reunían, sin importar cuál fuese la edad de cada uno de ellos, las risas eran inevitables. Y a pesar de toda la responsabilidad de su padre, ninguno de los hijos de la familia Hinckley parecía estar impresionado con su propio prestigio y generalmente todos rechazaban las invitaciones que se les hacían para que dieran discursos como algo típico de "lo que significa crecer en el hogar de una Autoridad General".
Cuando a una de las hijas de Clark se le asignó en la escuela secundaria que escribiera acerca de alguna persona destacada, enseguida pensó en su abuelo materno, cuya distinción en el ambiente deportivo incluía haber entrenado a un equipo que compitió en la Copa Davis en tenis. Durante la entrevista que tuvieron, él le preguntó por qué no escribía más bien sobre su abuelo Hinckley. Después de una breve pausa, la niña inquirió un tanto confundida: "¿Y qué es lo que él ha hecho?"
En las oficinas generales de la Iglesia no había duda alguna en cuanto a todo lo que el élder Hinckley había hecho y estaba haciendo como miembro del Quórum de los Doce. Admiraba a quienes cumplían lo que prometían hacer y adoptó personalmente esa norma. También trataba de proceder de conformidad con otros principios básicos: que uno debe hacer las cosas lo mejor que pueda a pesar de las circunstancias, que uno puede hacer muchas cosas sin importarle a quién habrá de acreditárselas, y que es más importante concentrarse en las responsabilidades que en los privilegios. "No existe nada en el mundo que sea tan agradable como una tarea bien hecha", dijo en una ocasión. "No existe recompensa mayor que la que se obtiene al solucionar un problema difícil". Para él, abundaban las tareas a realizar y los problemas a resolver.
A él le preocupaba cada vez más que la Iglesia auspiciara tantos programas exigentes y complicados que eclipsaban el simple poder del Evangelio. Pero ahora tenía cierta influencia administrativa. El 13 de febrero de 1975, en una reunión de la Primera Presidencia y los Doce, tuvo la satisfacción de ver que se aceptara e implementara una propuesta que habían hecho el élder Hunter, el élder Monson y él mismo. Los tres habían sugerido que el Quórum de los Doce se constituyera como un comité con responsabilidad sobre los programas de la Iglesia y que se dividiera en subcomités asesores de cada uno de dichos programas.
Al efectuarse esta reestructuración, las asignaciones de su propio comité fueron modificadas y asumió entonces la responsabilidad sobre el Sacerdocio de Melquisedec, las Comunicaciones Públicas y los comités encargados de los templos. Por primera vez en cuarenta años, dejó de tener responsabilidad directa sobre la obra misional. Y aunque tenía pasión por esa labor, el cambio fue para él muy reconfortante.
Hubo asimismo un gran impulso en otros aspectos. En toda la Iglesia se estaban llevando a la práctica nuevos cambios para satisfacer las necesidades del rápido aumento en el número de miembros. En mayo de 1975, la Primera Presidencia anunció la creación de una programa de supervisión de áreas. Se asignó a seis Ayudantes de los Doce para que supervisaran las actividades de la Iglesia residiendo fuera de los Estados Unidos y Canadá, y se nombró a los Doce como asesores de las diferentes áreas. (El élder Hinckley fue asignado al Área del Atlántico Norte.) El 24 de julio, el presidente Kimball dedicó el nuevo edificio de veintiocho pisos como sede de las oficinas generales de la Iglesia. El élder Hinckley se preguntaba cuánto tiempo llevaría ocupar completamente lo que parecía ser un inmenso espacio para oficinas.
En agosto de 1975, el élder Hinckley acompañó al presidente Kimball y a otros líderes de la Iglesia al Lejano Oriente para llevar a cabo conferencias de área en Tokio, Hong Kong, Taipei, Manila y Seúl. Durante la conferencia de Tokio, el presidente Kimball anunció que se construiría allí un templo-el primero en todo el Lejano Oriente-y el élder Hinckley tuvo gran satisfacción al enterarse que dicho templo se construiría en el terreno que él había recomendado.
Para él, ese viaje fue a la vez inspirador y emocionante. Se asombraba al ver que la Iglesia había madurado tan notablemente en todo el área que quince años antes había supervisado. Al entrar en el Coliseo Araneta, en Manila, y verlo colmado por unos 18.000 miembros, sollozó abiertamente.
Al hablarles, el élder Hinckley ofreció a los miembros filipinos un vislumbre del futuro. "Tengo la firme convicción", les dijo, "de que todo lo que hemos visto ahora es sólo un preámbulo de lo que tendrá lugar en esta nación. Ahora contamos con una estaca, pero habrá muchas más. Tenemos unos pocos edificios, pero tendremos muchos más. Y estoy convencido de que algún día habrá en esta tierra un templo de Dios".
En el otoño de ese año, los Hinckley celebraron un significativo acontecimiento. Fue un día glorioso y solemne cuando el élder Hinckley efectuó el casamiento de su hija menor, Jane, con Roger Dudley.El élder Hinckley acababa de cumplir sesenta y cinco años, una edad que bajo cualquier otra circunstancia habría señalado el momento de jubilarse, pero en vez de ello trajo consigo un caudal de trabajo más exigente que nunca. Por su parte, Marjorie era más filosófica en cuanto a su progresiva edad. Después de tratar de consolar a una amiga más joven que se lamentaba al cumplir los cincuenta, le dijo: "Los cincuenta fueron mi edad predilecta. Se requieren casi tantos años para aprender a dejar de competir y dedicarse a vivir. Es la edad que me gustaría tener durante toda la eternidad".
Jane y Roger se instalaron en la casa de East Millcreek y sus padres descubrieron entonces que las razones para seguir corriendo hasta la vieja casona no terminaban nunca. Nadie entendía mejor el funcionamiento de ese hogar que su propio creador, y una reparación tras otra parecía suplicar su atención en tanto que su nueva casa le presentaba al élder Hinckley la necesidad de constantes proyectos de jardinería. Los resultados, aunque lentos en producirse, fueron sin embargo impresionantes. Cierto día, una nueva vecina procedente de otra ciudad golpeó a la puerta de los Hinckley y le preguntó a Marjorie quién era su jardinero. "Mi esposo", respondió ella. La mujer entonces inquirió: "¿Podría decirle que pase por mi casa y me dé un presupuesto?"
En sus numerosos viajes, el élder Hinckley tenía una manera muy especial de relacionarse con la gente. Aunque es muy elocuente en su idioma, su estilo nunca ha sido emocional ni florido. Pero cuando en las reuniones les expresaba su amor a los miembros y les decía que eran tan especiales como cualquier otro grupo de miembros en todo el mundo, le creían y se disponían a demostrárselo. Cuando les hacía bromas acerca de sus respectivos países y costumbres y encontraba cómico algo que sólo alguien que pertenece a su misma cultura se atrevería a señalar, comprendían que él los reconocía y aceptaba. Cuando se hacía bromas a sí mismo, todos se sentían bienvenidos.
Y cuando daba su testimonio, podían sentir la fortaleza de sus convicciones y el poder de su fe. No hubo nunca una rama o un barrio demasiado pequeño o alejado para merecer su atención, y su mera presencia en lugares lejanos le manifestaba su devoción a la gente como así también al Señor.
El élder Hinckley fue siempre optimista en cuanto al Evangelio y el poder que éste tiene para transformar vidas. Cuando se le asignó que hablara en la Universidad Brigham Young acerca del progreso de la Iglesia, simplemente tituló su discurso: "Las cosas están mejorando". Él creía que los días venideros serían los más gloriosos que la Iglesia jamás haya visto. Aunque se producirían algunos reveses, tenía la seguridad de que el Evangelio habría de triunfar.23 Desde su punto de vista, el futuro se veía radiante. Sí, los problemas eran serios. Pero, como les decía con frecuencia a sus colegas y amigos, la única manera que él sabe de llevar a cabo una cosa, es ponerse de rodillas, rogarle al Señor y entonces levantarse y poner manos a la obra."24 Él sabía bien lo que decía, porque lo había estado practicando por varias décadas. Lo que no sabía la que la tarea más ardua todavía le esperaba en el futuro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario