C A P Í T U L O 1 3
El conocimiento que el élder Hinckley tenía acerca de Asia y sus países no iba más allá de lo que pudo leer en una enciclopedia. No recordaba haberse relacionado jamás muy de cerca con alguien de descendencia oriental y no tenía ningún sentimiento particular hacia los asiáticos. Sabía que la Iglesia era todavía muy reducida y débil en las regiones del Pacífico.
No obstante su enorme extensión, todo el continente asiático estaba divido en solamente dos misiones-la del Lejano Oriente Sur y la del Lejano Oriente Norte-y las propiedades de la Iglesia se limitaban a dos edificios en todo el Oriente. Algunos miembros de pequeñas ramas-una docena aquí y otra allá-se reunían en las salas de estar de familias Santos de los últimos Días y en salones alquilados en distintos lugares del vasto continente.
La asignación que había recibido el élder Hinckley habría de ser un esfuerzo pionero en todo el sentido de la palabra. Tenía que dirigir a presidentes de misión, motivar a misioneros, enseñar a los miembros y atender sus necesidades, y preparar líderes en toda esa enorme y tan heterogénea región. Pero su primer cometido era familiarizarse con toda la gente sobre la cual tenía ahora mayordomía. En la primavera de 1960, por lo tanto, se pre-paró para viajar por primera vez a Asia y efectuar una prolongada gira a través de ambas misiones.
Viajar al Oriente se consideraba todavía algo raro, reservado principalmente para gente profesional y personas de alto nivel social. Aunque le atraía la idea de viajar hasta el otro lado del mundo y visitar una docena de países totalmente desconocidos para él, no dejaba de reconocer que la oportunidad era un tanto extraña. Una noche, al momento de la cena, anunció a su familia que tenía que ir al Japón. Nadie respondió.
Una vez más y tratando de usar un tono casual, repitió que en breve saldría con rumbo a Japón. De nuevo, no hubo reacción alguna. Finalmente, sorprendido al ver que la noticia no provocaba ninguna reacción, ni siquiera un asomo de asombro, declaró con énfasis: "Les he di-cho que su pa-dre es-tá por via-jar al Ja-pón". Entonces Dick, quien había regresado a casa después de su entrenamiento militar y que cumpliría los diecinueve años de edad mientras su padre estuviera ausente, lo miró y le preguntó: "¿Podrías arreglar la radio del auto antes de irte, papá?"
Aunque le preocupara que su esposo tuviera que irse por dos meses en un viaje de ultramar, Marjorie no dijo nada. Tanto ella como Gordon hacían siempre lo posible por que sus despedidas fueran alegres. Pero más tarde, al sobrevolar el Océano Pacífico, él se sintió muy intranquilo y preocupado por lo que tenía que hacer. No llegaba a vislumbrar lo que le esperaba.
El presidente Robert S. Taylor y un pequeño grupo de misioneros y miembros de la Iglesia esperaban al élder Hinckley a su llegada a Hong Kong. ¡Qué fascinante ciudad! Nunca había visto a tanta gente, una hilera que parecía interminable de peatones que emergían de innumerables callejones, edificios y tiendas a lo largo de las calles. Los edificios parecían cubrir cada centímetro cuadrado del suelo y los extraños aromas que colmaban el aire eran agudos y punzantes. El élder Hinckley se sintió maravillado desde el primer día en que llegó a Hong Kong.
Casi inmediatamente decidió que los misioneros debían ser el objeto primordial de su atención. Cuanto más eficaces llegaran a ser, más rápidamente avanzaría el Evangelio. A fin de evaluar el bienestar de cada uno de ellos, se reunió con los cuarenta y cinco misioneros que allí servían. Se arrodilló con ellos a orar, les ofreció consejos y aliento, y prodigó bendiciones de salud y de consuelo a quienes lo necesitaban. Después de entrevistarlos uno por uno, comentó: "Están haciendo muy buen trabajo y parecen ser felices... Estoy seguro de que no podríamos ir a ninguna otra misión en el mundo y encontrar un espíritu mejor entre los misioneros".
Asimismo, determinó cuáles eran los problemas que la obra enfrentaba en Hong Kong. Los habitantes nativos de la China no tenían mucha experiencia en cuanto a la Iglesia. Los textos en ese idioma eran inadecuados y los misioneros tenían dificultad para comunicarse. Le preocupó mucho el plan de enseñanza que los misioneros estaban utilizando. Era muy extenso y complicado y no les permitía emplear la flexibilidad que necesitaban para enseñar a tan amplia gama de personas, desde protestantes cristianos hasta budistas. El élder Hinckley creyó que, si tuviera el tiempo necesario, podía adaptar ese plan para que fuera más eficaz.
Durante las reuniones que tuvo con pequeños grupos de miembros, el élder Hinckley se vio confrontado con los problemas relacionados con capacitar a líderes del sacerdocio cuyo idioma era totalmente extraño para él. A medida que describía los detalles y las informaciones correspondientes empleando la pizarra, un intérprete iba detrás suyo anotando las palabras con caracteres chinos. Era un proceso monótono, pero la Iglesia no podría progresar nunca sin el liderazgo de los miembros locales que entendieran tanto los principios del Evangelio como la administración eclesiástica.
Después de ocho días de permanencia en Hong Kong, el élder Hinckley viajó en avión a Manila, donde su primera labor era comenzar los trámites para obtener el reconocimiento oficial de la Iglesia en las Filipinas. Encontró allí una pequeña rama de cuarenta y cinco miembros, quienes en su mayoría eran personal militar estadounidense. Que se supiera, había un solo miembro filipino de la Iglesia.
Aunque no lo hubiera creído posible aun el día antes, en las Filipinas encontró una cultura, un pueblo y una tierra considerablemente más fuera de lo común que en Hong Kong. El clima era más caluroso y la mayoría de la gente parecía vivir en extrema pobreza. El tránsito violento que vio en Hong Kong le pareció realmente tranquilo en comparación con lo que ahora experimentaba. "Los caminos aquí son angostos y la gente maneja como si estuviera loca", escribió luego. "En las carreteras, los desvencijados camiones y autobuses tratan de competir con los carros arrastrados por caballos".
Miles de "jeepneys", una pintoresca y singular adaptación filipina de los tradicionales "Jeeps" que quedaron atrás después de la Segunda Guerra Mundial, andaban cargados de personas que se acumulaban unos sobre otros en los estirados vehículos o se encaramaban a sus costados o en la parte trasera como los pasajeros de los tranvías de San Francisco. En las afueras de Manila, pudo observar grandes extensiones de bananeros y cocoteros, y a medida que manejaba por los campos se imaginaba que así sería Hawai antes de que los misioneros arribaran allá.
El élder Hinckley se enamoró inmediatamente de la gente filipina, tan cordial y sociable. Sin embargo, enseguida percibió que el gobierno de las Filipinas parecía estar atascado en trámites burocráticos y su primera impresión fue que el país ofrecía muy pobres perspectivas para la obra misional.
Pero después de llevar a cabo una pequeña reunión, empezó a sentirse cada vez más optimista en cuanto al potencial de esa nación isleña. A través de todo el país, habló ante grupos de personas en servicio militar, entrevistó a los miembros y se reunió con funcionarios del gobierno nacional procurando la autorización para que los misioneros pudieran ingresar al país.
Sin que aún fuera solucionado el problema del reconocimiento oficial de la Iglesia en las Filipinas, el élder Hinckley partió con destino a Taiwán (Formosa), donde aunque era todavía muy pequeña, la Iglesia ya estaba organizada. Había muy pocos miembros de la Iglesia de nacionalidad china, pero eran gente muy promisoria.
Durante casi una semana recorrió la isla con el presidente Taylor en busca de propiedades, aunque su precio le resultaba excesivo. Fue dándose cuenta de que, aun los centros de reuniones más sencillos que podrían servir también como residencias para los misioneros, costarían a la Iglesia millones de dólares.
El élder Hinckley dedicó la mayor parte de sus instrucciones a los misioneros en cuanto a los principios del Evangelio y las maneras de enseñarlo con mayor eficacia, pero también se preocupó acerca de los asuntos prácticos. Se afligió mucho, por ejemplo, al verificar las condiciones en que vivían algunos misioneros. "Sus madres se espantarían si pudieran ver las circunstancias en que viven sus hijos", escribió en su diario personal. "Les dije que cubrieran con alambrera los desagües para evitar la entrada de las cucarachas y las ratas... [y que] no tenía sentido que se lavaran los dientes usando agua hervida y dejaran luego sus cepillos afuera para que las cucarachas les pasaran por encima".'4 A pesar de esos problemas, era evidente que los misioneros sentían gran afecto por la gente china, por lo cual el élder Hinckley concluyó diciendo: "La obra tiene aquí enormes posibilidades".
El élder Hinckley estaba acostumbrado a mantener un paso enérgico en todo lo que hacía, pero ese ambiente tan foráneo para él, la situación, la diferencia de horarios y el clima mismo le afectaron mucho. Mañana tras mañana, se despertaba antes del amanecer aun después de haberse acostado a dormir exhausto la noche anterior al cabo de viajar de una ciudad a otra padeciendo temperaturas sofocantes y extrema humedad. "El calor me extrae toda la energía", admitió cuando se hallaba en Taiwán.
Aunque al principio se preocupó por la desganada manera con que trabajaban algunos misioneros, fue dándose cuenta de las condiciones en que tenían que hacerlo y dijo: "No están efectuando tanto proselitismo como debieran, pero creo que necesitan descansar más que los misioneros que sirven en otras regiones. El aire caliente y húmedo les impone dificultades. A mí me resulta agotador".
Habiendo casi completado ya su visita de la Misión del Lejano Oriente Sur, el élder Hinckley regresó a Hong Kong para poner en orden el voluminoso conjunto de notas que había ido tomando durante todo ese mes de viaje y también para investigar las posibilidades de traducir el Libro de Mormón a los idiomas cantonés y mandarín. Aquél había sido un mes muy abrumador, pero ya estaba comenzando a sentir una cierta afinidad con las singulares culturas del Oriente. No se jactaba de entender a toda esta gente, pero le caían muy bien. Le impresionó sobremanera la industria, las tradiciones y la afabilidad inherentes de sus culturas.
Desde Hong Kong, el élder Hinckley voló a Tokio, donde le esperaban el presidente Paul C. Andrus, de la Misión del Lejano Oriente Norte, y un clima más fresco. El élder Hinckley se sintió fascinado también con Tokio. Se maravillaba al ver que los taxímetros se desplazaban por todos lados cual hormigas, las grandes multitudes que se arremolinaban en los distritos comerciales y la singular cortesía y las características de la cultura japonesa.
Una experiencia en particular, sin embargo, lo dejó pasmado. En Tokio, fue a inspeccionar una hermosa casa de estilo japonés en una zona residencial. Su ubicación era excelente, pero cuando le dijeron cuánto pedían por ella-¡682.000 dólares!-se horrorizó.
Por varios días se atormentó pensando en si debía o no recomendar a la Primera Presidencia que la Iglesia invirtiera tan alta suma en un edificio. Sin embargo, algo le decía que era muy importante que se empezara a adquirir propiedades en el Oriente. Los edificios no sólo sirven para el funcionamiento de las ramas, sino que ofrecen a la Iglesia una mayor presencia y contribuyen a que los miembros se sientan orgullosos de la organización a la que pertenecen.
Al investigar más a fondo el mercado de bienes raíces en Tokio, fue haciéndosele cada vez más aparente que sería imposible encontrar en un lugar apropiado un edificio o un terreno donde se pudiera construir uno sin pagar un tremendo precio por ello.
Pero tener que recomendar lo que sabía que sus líderes considerarían un precio exorbitante era una gran preocupación para él. Después de orar pidiendo el consejo del Señor, consultó por teléfono al presidente Moyle quien le hizo saber a su joven colega que la Iglesia nunca había pagado una cantidad tal por un centro de reuniones. "Bueno", dijo el élder Hinckley, "si hemos de adquirir una propiedad en Japón, eso es lo que tendremos que pagar por ella".
El presidente Moyle le prometió que se comunicaría con el presidente McKay y que le respondería por telegrama. Al día siguiente, el élder Hinckley recibió un telegrama en el que se le daban instrucciones para que empleara su mejor criterio y que, si sentía la inspiración, hiciera la compra. Esa respuesta no era lo que en realidad esperabamás bien, quería que le dieran instrucciones específicas. No podía dejar de pensar en el hecho de que todos los fondos monetarios de la Iglesia provenían del diezmo que pagaban sus miembros, pero a la vez sentía que la Iglesia progresaría en Japón y que había llegado la hora de pagar el precio que allí se cobraba por los bienes inmobiliarios.
"Era evidente que las propiedades nunca costarían menos y ese edificio se hallaba en una excelente ubicación", explicó el élder Hinckley. "Después de considerar todos los factores y de haber orado con devoción al respecto, tuve la firme impresión de que debíamos seguir adelante e iniciar los trámites para comprar la propiedad".
Cuando regresó, el élder Hinckley descubrió que algunos de sus colegas no estaban muy de acuerdo con su decisión. Pero, como habría de constatarse posteriormente, el lugar demostró ser una piedra fundamental para la edificación de la Iglesia en Japón, y años después se vendió por un precio treinta veces mayor que el que había costado. La compra de uno de los primeros edificios de la Iglesia en Asia fue un paso muy significativo y el élder Hinckley se asombraba por haber participado en ello.
Las ramas y los distritos en todo Japón tenían la tendencia a tener más miembros que las que había encontrado en Hong Kong, pero el problema de capacitar a toda una generación de conversos asiáticos para que llegaran a ser líderes era el mismo. Reunión tras reunión, el élder Hinckley se quitaba los zapatos, se sentaba en el suelo con los hermanos locales y les enseñaba. "Descubrí que la mejor manera de trabajar con esta gente", comentó luego, "era sentarse con ellos sobre una alfombrilla tatami, enseñarles los principios del Evangelio y dejar que el significado de esta obra les llegara al corazón".
Desde el comienzo, el élder Hinckley demostró tener una afinidad natural con los asiáticos. Admiraba su integridad, su ingenio y su ética profesional; y apreciaba también su manera de proceder, la que, aunque estimaba ser muy formal, le resultaba gentil y benevolente. A pesar de que la Iglesia era todavía pequeña y avanzaba con dificultad, alcanzaba a ver el potencial de ese reducido núcleo de miembros. Kenji Tanaka, quien llegó a ser el primer presidente de estaca en el continente asiático, asistió a una reunión de sacerdocio durante la primera visita del élder Hinckley al Japón. "Nos animaba una enorme esperanza", recordó una vez, "y en los ojos del élder Hinckley podíamos ver su gran entusiasmo. Sus primeras palabras fueron Subarashii! ['¡Maravilloso!'].
La atmósfera de aquella reunión cambió, de ser rígida y formal, a una de amistad y familiaridad hacia él, y prevaleció un sentimiento de bienvenida. Durante la reunión, nos dijo: 'Quienes se hallan aquí reunidos poseen el poder más importante para el pueblo japonés, un poder mucho mayor que el del Primer Ministro del Japón'. Él verdaderamente nos inspiró y nos motivó a superarnos con metas firmes y definidas. Su energía era radiante y manifestaba un gran amor".
Uno de los aspectos más abrumadores de la supervisión de la obra en Asia era las distancias que debía cubrir. Al cabo de seis semanas de viajar sin interrupción, durante las cuales tuvo que ir casi cada día a una nueva ciudad, el élder Hinckley simplemente había logrado visitar los principales centros metropolitanos. Pensó que era muy poco lo que había logrado en Japón cuando prosiguió viaje a Corea, donde en la terraza del aeropuerto una multitud lo esperaba desplegando un cartel que decía: "Bienvenido a Corea élder Gordon B. Hinckley".
En Corea encontró muchas similitudes con otros países asiáticos, pero también percibió notables diferencias. Después de treinta y seis años de dominación japonesa, la que fue seguida por la amarga guerra civil que involucró a Estados Unidos y a otras potencias mundiales, Corea del Sur contaba con el más bajo nivel de renta nacional íntegra en todo el mundo-tanto financiera como espiritualmente-y eran muy pocos los que confiaban en sus propias habilidades como líderes. Al-élder Hinckley le apenó ver las condiciones en que vivían los Santos coreanos, muchos de cuales se esforzaban con gran dificultad por proveerse aun de las cosas más básicas. Su corazón se compadeció de ellos.
El élder Hinckley encontró a unos 650 miembros de la Iglesia esparcidos entre cinco pequeñas ramas en Corea. La Iglesia estaba comenzando a avanzar allí, aunque eran muy pocos los matrimonios que parecían tener interés en ella. Pero los misioneros estaban teniendo éxito entre la juventud. "Si logramos convertir a algunos jóvenes bien educados, la Iglesia progresará y se afianzará en Corea", comentó." En su diario personal mencionó con frecuencia a los miembros jóvenes que demostraban gran potencial y lo que él podría hacer personalmente para alentarlos.
Durante una conferencia de distrito en Seúl, ordenó élder a Han In Sang, un joven de veintiún años de edad. Refiriéndose a dicha experiencia, el hermano Han dijo: "Mi fe, como converso, era pequeña. Pero cuando él me dio aquella bendición, supe que ese hombre que puso sus manos sobre mi cabeza era un hombre de Dios y en ese mismo instante tomé la resolución de que nunca me volvería en contra de la Iglesia ni del hombre que me estaba ordenando. Después de aquel momento, cada vez que el élder Hinckley venía a Corea, yo iba a esperarlo al aeropuerto, le estrechaba la mano, lo miraba a los ojos y en silencio me decía a mí mismo: 'Élder Hinckley, Han In Sang continúa siendo fiel`.
En una y otra reunión espiritual, el élder Hinckley aseguraba a los Santos coreanos que ellos tenían capacidad para dirigir la Iglesia en su propio país y que entre su gente había un gran potencial para el Evangelio. De ciudad en ciudad, fue anunciando lo que llegó a ser un tema familiar para todos: "Ustedes son tan capaces como cualquier otra persona en este mundo. Ustedes pueden contribuir al progreso de la obra de la Iglesia como cualquier otra gente en cualquier lugar".
El élder Hinckley encontró que los coreanos eran un pueblo inteligente y capaz que todavía no alcanzaba a entender su propio potencial. "Desde 1909 hasta finalizar la Segunda Guerra Mundial, habíamos sido gobernados por alguien más", dijo el hermano Han. "Entonces sobrevino la Guerra de Corea. Estábamos confundidos en cuanto a nuestra propia identidad. Pero el élder Hinckley nos dijo que éramos importantes y que podíamos ser líderes. Nunca nadie nos había dicho eso antes".
Rhee Ho Nam, quien se había unido a la Iglesia en 1954, se hallaba entre los que recibieron al élder Hinckley en ésta y muchas otras visitas subsiguientes. "Siempre nos alentaba", comentó una vez. "Llevábamos una vida difícil, casi sin esperanzas. No teníamos grandes expectativas, pero cada vez que venía, el élder Hinckley se reunía con nosotros, nos prestaba su completa atención y nos dejaba llenos de nuevas esperanzas".
Durante una de esas primeras reuniones, recordó el hermano Rhee, un miembro coreano le preguntó al élder Hinckley si habrían de tener alguna vez un templo en Corea. "En aquellos días, éramos menos de cien miembros y este hermano preguntaba acerca de un templo. Me sentí un poco avergonzado de él y, dándole un codazo, le dije al oído que no debía haber hecho tal pregunta. Pero el éldér Hinckley simplemente se sonrió y en tono muy alentador nos prometió que si nos conservábamos fieles al Señor y obedecíamos las normas de la Iglesia, un día iba a haber un templo en la Tierra de la Calma Matutina. Cuando nos habló, fue como si ocurriera algo tangible. En aquel momento pensé que quizás un sueño tan imposible podría por cierto realizarse algún día. Sencillamente, el élder Hinckley es el padre de la Iglesia en Corea ".
Desde Corea, el élder Hinckley viajó a Okinawa, Japón, donde se hallaban establecidos más de 300 soldados miembros de la Iglesia y la obra comenzaba a progresar entre los japoneses. Las reuniones de miembros y misioneros en Okinawa eran muy provechosas y satisfactorias. Kensei Nagamine, un converso que luego sirvió como presidente de rama, presidente de distrito y primer presidente de estaca en Okinawa, describió así la conferencia de distrito que dirigió el élder Hinckley: "Fue muy espiritual y nos dejó muchas bendiciones. Él lloró durante la conferencia y expresó su amor por nosotros, los Santos de Okinawa, y por los soldados. Yo tuve la firme impresión de que este hombre era un padre bondadoso. Fue realmente amable y piadoso. Nunca olvidaré sus cálidos apretones de manos".
Fueron muy pocos los días en que no experimentó diversos momentos de ternura. Pero después de dos meses de estar tan lejos de su hogar y de su familia, el élder Hinckley sintió que tenía que regresar a Estados Unidos. Antes de partir, visitó Hiroshima, la ciudad donde apenas quince años antes decenas de millares de japoneses habían perecido a consecuencia de la bomba atómica.
Para él fue algo impresionante pensar que sólo unos pocos años antes los Estados Unidos habían mantenido un encarnizado conflicto con los japoneses. Ahora se le pedía que ayudara a llevar el Evangelio de paz y de amor a esta gente. Así lo describió en su diario personal: "En esta parte del mundo tenemos muchos problemas en nuestra labor misional, pero creo que, en esencia, no son muy diferentes de los que encontramos en otros lugares. En realidad, los misioneros aquí por lo general se sienten más felices. Esto es difícil de entender si consideramos las circunstancias en que viven... Sin embargo, se encuentran bien, contentos, y son muy dedicados, y ha sido en verdad inspirador verlos trabajar".
También fue para él algo maravilloso regresar a su casa. Había extrañado enormemente a Marjorie y a sus hijos-y la familia estaba creciendo y cambiando mucho. En enero de 1961, Kathy tuvo si primer hijo y Dick salió en una misión. El élder Hinckey había ayudado a mandar miles de misioneros a todo el mundo, pero ninguna de esas ocasiones lo había afectado tanto como tener que enviar a su propio hijo al campo misional.
Tres meses después, el élder Hinckley emprendió por segunda vez una extensa gira a través de Asia. Le agradó enterarse de que los misioneros estaban más contentos de lo que parecieron estar en el año anterior y que vivían en condiciones mucho mejores. Asimismo, se sintió reconfortado al percibir el calibre de los nuevos conversos, ya que algunos de ellos eran graduados universitarios que parecían aprender más rápidamente y prepararse para ser líderes.
Pero la parte más memorable de su viaje fue en las Filipinas. A pesar de la burocracia existente que todavía presentaba serios obstáculos para el reconocimiento oficial de la Iglesia, llegó a Manila llevando consigo la autorización de la Primera Presidencia para comenzar allí la obra misional. Obtuvo permiso de la Embajada de los Estados Unidos para llevar a cabo una reunión en los terrenos del Cementerio Militar Norteamericano, se levantó temprano esa mañana y fue al cementerio mucho antes de la reunión programada para el amanecer. Al salir el sol, un grupo de casi cien Santos, en su mayoría soldados de la Base Clark de la Fuerza Aérea y de la base naval en la Bahía Subic, se había reunido temprano en la neblinosa mañana frente a la pequeña capilla conmemorativa.
Desde el mismo momento en que el élder Hinckley convocó la reunión, el Espíritu descendió en forma extraordinaria. Entre los que hablaron se hallaba David Lagman, que se supiera, el único miembro filipino de la Iglesia y el primero en ser ordenado élder, quien relató la historia de su conversión. Cuando era niño, había encontrado un ejemplar del Selecciones del Reader's Digest que contenía un artículo acerca de los mormones. La palabra profeta, empleada para describir a José Smith, captó su atención.
Los años pasaron, a través de los cuales se produjeron las tragedias de Corregidor y de Bataán y su patria soportó la ocupación enemiga. Después de la liberación de las Filipinas, se enteró de que un oficial norteamericano para quien trabajaba en la Base Clark era mormón y se armó de valor para preguntarle si realmente su iglesia era guiada por un profeta. Cuando el oficial le dio su testimonio al respecto, el joven filipino sintió estremecerse su corazón y subsiguientemente se unió a la Iglesia.
El élder Hinckley concluyó la reunión diciendo: "Lo que comenzamos aquí afectará la vida de miles y miles de personas en esta república insular, y sus consecuencias irán de una generación a otra para su magnífico y sempiterno bienestar". Después de dar su testimonio, el élder Hinckley ofreció una oración invocando las bendiciones del Señor para la obra misional en todas las Islas Filipinas y bendijo a todos sus habitantes con una mente receptiva, un corazón comprensivo, la fe para aceptar el mensaje del Evangelio y el valor para vivir correctamente sus principios.
El siguiente destino del élder Hinckley era Japón, donde se alegró al encontrar un gran número de miembros locales sirviendo en presidencias de rama. Una vez más, sin embargo, percibió que algunos misioneros estaban algo desalentados y no trabajaban con la intensidad que esperaba. Después de pasar un día con los élderes en el área de Tokio-Yokohama, indicó: "Algunos misioneros están trabajando afanosamente y obteniendo grandes resultados.
Otros sólo deambulan". Él no era de los que sólo deambulan y los que hacían eso no lo impresionaban bien. Después de tres días de permanencia en Japón, escribió: "Hemos andado con la mayor prisa posible teniendo reuniones de misioneros cada mañana y viajando a diferentes ciudades por la noche. Por el momento, no nos ha perjudicado la tarea".
Desde Japón, el élder Hinckley voló a Seúl y quedó gratamente sorprendido por el progreso logrado en Corea. Los misioneros allí eran los más productivos entre todos los del Lejano Oriente, con un promedio de catorce bautismos por año, y un extraordinario núcleo de jóvenes mayores que se unían a la Iglesia. Tuvo la satisfacción de apartar a los dos primeros coreanos llamados a servir como presidentes de rama.
Cuanto más se relacionaba con los Santos asiáticos y los servía, más los apreciaba. Aunque iba experimentando sólo un relativo éxito al estudiar algo de sus idiomas, fue aprendiendo suficientes palabras para que la gente reconociera que por lo menos estaba intentándolo. También les comunicaba sus sentimientos de otras maneras. Han In Sang dijo: "Ningún otro líder de la Iglesia que haya visitado Corea ha llorado como el élder Hinckley. Cuando se reunía con los miembros, sollozaba. Cuando se reunía con los misioneros, sollozaba. Y siempre se acordaba del nombre de cada uno de nosotros. Cuando vino por segunda vez, podía recordar quiénes éramos. Nos decía que nos amaba y eso es lo que nos une a él".
Durante la estancia del élder Hinckley en Seúl, cierta mañana a las cuatro y media lo despertó un fuerte chisporroteo al otro lado de su ventana en el hotel. Su primer pensamiento, "¡Qué mala hora para un casamiento chino!", se desvaneció inmediatamente cuando se dio cuenta de que aquello que creía que eran fuegos artificiales seguía estallando. Sin pensar en las consecuencias, sacó la cabeza por la ventana y notó que el cielo estaba cubierto de un humo gris.
Se dejó oír un ruido estridente que sonaba como un trueno y entonces descubrió de pronto que el hotel se estaba incendiando a raíz de un ataque de artillería proveniente de varias direcciones. En cuestión de minutos, el presidente Andrus, de la Misión Norte del Lejano Oriente, quien viajaba con él, llegó a su puerta para informarle que había visto balas trazadoras fuera de su ventana.
En medio de la confusión al ver que los ocupantes del hotel corrían por los pasillos, no demoraron en enterarse de que se estaba produciendo una revolución. A medida que se vestía con rapidez, el élder Hinckley pensaba en lo que convendría hacer. Si los coreanos del norte invadían la ciudad, su vida misma estaría en peligro. Pensó en la ropa que debía vestir y decidió ponerse los zapatos negros en vez de los marrones, creyendo que le serían más cómodos, y una arrugada camisa de dacrón antes que una de seda recientemente lavada, siendo que le resultaría más fácil lavarla y colgarla a secar si fuese necesario. Entonces no le quedaba otra cosa sino esperar.
Al amanecer, se les dijo, a él y al presidente Andrus, que no podían salir del hotel: Los militares se habían rebelado contra el gobierno y estaban dando un golpe de estado. Los soldados uniformados para la guerra, llenaban las calles. Muchas de las ventanas de su hotel estaban destrozadas y las paredes quedaron llenas de agujeros producidos por las balas de ametralladora. A lo largo del día se puso en efecto la llamada "condición verde" y no se permitía a los norteamericanos salir a las calles. Los bancos, los aeródromos y los aeropuertos fueron cerrados y se impuso el toque de queda. Teniendo tiempo para ello, el élder Hinckley escribió la noticia de lo que ocurría y la telegrafió al Deseret News de Salt Lake City, periódico que recibió así la información antes de que la recibiera la Associated Press.
Al tercer día, el aeropuerto fue rehabilitado y el élder Hinckley entonces emprendió la partida. Al dirigirse a su hogar después de permanecer un mes en el Oriente, advirtió que había pronunciado cincuenta y dos discursos, entrevistado a 240 misioneros, dado su testimonio en inglés por medio de intérpretes en cantonés, mandarín, coreano y japonés, y sobrevivido un estado de sitio.
En todos los viajes del élder Hinckley, siempre hubo un factor invariable: Se mantuvo en contacto directo con los misioneros. Desde la niebla de Londres hasta la opresiva humedad del Oriente, los había consolado en su desaliento, los había aconsejado en situaciones difíciles, se había regocijado por sus realizaciones y pasado varias horas de rodillas junto a los que se sentían agobiados.
Con frecuencia aprovechaba la oportunidad de efectuar algo de proselitismo por su propia cuenta. En cierta ocasión, un oficial de una aerolínea en el aeropuerto de San Francisco (California) le preguntó con qué fines se dirigía a Asia. "Yo represento a la Iglesia Mormona. ¿Conoce usted algo acerca de la Iglesia Mormona?", le preguntó. "Oh, sí, conozco algo", respondió el hombre. "Mi esposa es mormona, pero no se anima a hablar al respecto". "¿De dónde procede su esposa?", preguntó el élder Hinckley. Una vez que el caballero le dio la información pertinente, él, quien por coincidencia conocía a esa familia, respondió con entusiasmo: "Su esposa proviene de una gente maravillosa, de gran linaje, de linaje pionero. ¿Le agradaría saber algo más acerca de la fe de los antepasados de su esposa?" Cuando el hombre dijo que sí, el élder Hinckley llamó al presidente de la misión local y le dio la referencia. Ocho semanas más tarde, el oficial de la aerolínea se unió a la Iglesia.
Durante un viaje a través del Atlántico, se hallaba sentado frente a una pareja que venía de Inglaterra. Cuando se enteró de que el hijo de ese matrimonio deseaba estudiar ingeniería forestal en una universidad norteamericana, él les recomendó la Universidad Estatal de Utah como una excelente institución de enseñanza superior. Tiempo después, el joven llegó para asistir a dicho establecimiento en el norte de Utah y los Hinckley fueron a buscarlo al aeropuerto, lo llevaron a Logan y lo ayudaron a ubicarse. Subsiguientemente, aquel joven y sus hermanos se unieron a la Iglesia, fueron casados en el templo y criaron familias fieles y activas.
A través de los años, el élder Hinckley ha ido refinando gradualmente la manera en que enseñaba y representaba el Evangelio y fue sintiéndose cada vez más cómodo al hablar con cualquier persona acerca de la Iglesia. Siempre fue muy elocuente sin parecer presumido o sermoneador, y bien decidido cuando se trataba de dar su testimonio en cuanto a Jesucristo, a José Smith y al Libro de Mormón.
En su discurso en la conferencia general de abril de 1960, se refirió así al proceso de la conversión: "Cuando en nuestro programa misional empezamos a destacar la verdad de Dios como un principio básico, fundamental y primordial, y comenzamos a alentar a quienes estén dispuestos a escuchar para que se pongan de rodillas y le pregunten a Él... concerniente a la veracidad de esa enseñanza, es cuando empezamos a convertir a tanta gente como no lo habíamos hecho en muchos, muchos años".
En junio de 1961, el élder Hinckley y otras Autoridades Generales efectuaron el primer seminario para todos los presidentes de misión y, por primera vez, presentaron un plan modelo de seis lecciones que todas las
misiones debían adoptar. También recomendaron a los líderes en toda la Iglesia que recalcaran el lema del presidente McKay: "Cada miembro un misionero". En ese seminario, la Iglesia en todo el mundo fue dividida en nueve áreas misionales, las cuales habían de ser administradas por Autoridades Generales.
Con tan extensos viajes lejos de su hogar y tantas asignaciones por atender mientras se encontrara en Salt Lake City, el élder Hinckley fue descubriendo que la vida como Autoridad General era rigurosa y exigente. Sus responsabilidades habrían afectado más a su familia si Marjorie no hubiera atendido su hogar con su acostumbrada buena voluntad. Cuando las normas de la Iglesia se lo permitían, ella viajaba frecuentemente con él, pero teniendo hijos en edad escolar y otros adolescentes todavía en su hogar, también ella sentía la responsabilidad de proporcionarles un sentido de estabilidad y regularidad.
Otros factores acentuaban las inconveniencias del modo de vivir del élder Hinckley. Apenas había estado dos meses en su hogar después de su último viaja a Asia cuando, el 5 de junio de 1961, falleció su padre. El fallecimiento de Bryant dejó en Gordon un sentimiento de abandono y, a la vez, de renovada determinación. "Mi mayor deseo era vivir de modo que mi conducta sólo reflejara lo bueno de mi padre y de mi madre", dijo. "El haber perdido a ambos renovó en mi interior ese deseo. Sólo esperé que algún día llegaría a ser digno de mi patrimonio"
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